En mi pueblo reabrieron el café. Se había quedado sin licencia tras la muerte del dueño, y solicitar una nueva es tan desesperante, debido a la burocracia griega, que han tenido que pasar años. Pero, volvieron a abrir el café.
Los cafés tradicionales griegos, los kafeníos, καφενεία, han sido siempre una imagen distintiva del país. Negocios bastante modestos, de paredes blancas y mesas discretas, donde se bebía fundamentalmente café, acompañado de un vaso de agua helada para hacer más duradera la estancia y la charla. Más que un bar, podría ser tildado de locutorio. Los parroquianos se suelen sentar en mesas contiguas, pero separadas, procuran situar la silla evitando dar la espalda. Y así, de esta forma, se da inicio a una cháchara inopinada de una parte a otra del establecimiento que va subiendo de volumen según la importancia del tema, con carcajadas, con gritos y hasta con peleas, si en la jornada dominical el Olimpiacos ha propinado una paliza al Panatinaicos o viceversa. La palabra café trae implícita la imagen de un centro de intercambio de conocimientos y valores, de búsqueda de afecto y compañía, que podría enraizarse en el Termopolio romano; aquel lugar donde los ciudadanos se acercaban con la disculpa de comprar bebida y comida caliente, pero acababan dándole gusto a la sin hueso un buen rato. Sin embargo, estos centros de debate no siempre fueron bien vistos por la autoridad, como os contaré a continuación.
El primer kafenío se abrió bajo la dominación otomana, en Estambul, cerca de Santa Sofía, importando una moda que venía de la Meca. Tuvo tanto éxito que en poco tiempo aparecieron cientos de ellos por todo el imperio. Situados cercanos a las mezquitas, para amenizar a la salida del rezo, pronto levantaron las suspicacias de los muftíes, que los vieron como rivales del sagrado culto, ya que la parroquia se apresuraba a salir corriendo para tomar un café. Se prohibió la asistencia, bajo pena de 80 latigazos, a los transgresores. Pero las revueltas fueron tales que la Sagrada Puerta tuvo que levantar la prohibición.
Allí nacieron los teatrillos de sombras y los grandes debatientes políticos. Hasta los visitaban los emisarios del Sultán, disfrazados, para enterarse de la opinión que el pueblo tenía de temas candentes de actualidad. Los turcos le dieron el nombre de “dukiani”, mientras que en Grecia se les denominó “kafenío” y constituyeron un centro de reunión donde se bebía café, pero no únicamente; igual te arreglaban unos zapatos que servían de alojamiento al forastero durante la noche, sin importar si era mendigo o terrateniente, en una demostración de la más pura y genuina ley de la hospitalidad griega.
Solían tener los pavimentos de tierra y un techado pobretón para dar resguardo a las sillas de enea y a las famosas mesas redondas con las patas formando un trípode; las mismas que hoy hacen las delicias de las fotografías de los turistas. El dueño era el “cafetzis” y su labor no consistía en hervir café, como piensan muchos, sino en toda una parafernalia de preparación lenta y cuidadosa, que más se asemejaba a la ceremonia del té japonesa. Una estufa, con brasas incandescentes, se mantenía encendida todo el día y tapada con aluminio. En una olla, con un grifo acoplado en su base, esperaba caliente el agua, lista para el briki, ese cacillo de largo mango donde se colocaba el café, el azúcar, el agua y se depositaba sobre las brasas hasta romper la ebullición. En el mostrador había un plato con dulces, botellas de Ouzo, aguardiente o vino, melaza de vainilla o mastija para elaborar submarinos, y una caja con picadura de tabaco para cebar los narguiles. Los refrescos se refrigeraban en la fuente cercana y, en la entrada, un enorme mortero servía para moler los granos de café. En una esquina del kafenio, el kafetzis, o alguien de la familia, guardaba los utensilios de zapatero y reparaba las botas de los clientes mientras consumían. Eran el centro neurálgico de los pequeños pueblos, donde se intercambiaba información importante sobre el tiempo, sobre los cultivos, sobre el mar o sobre la caza. También hacían las labores de buzón de correos y oficina de información y turismo para recién llegados.
En el kafenío se discutía, se jugaba a las cartas, se bebía, se cantaba, se bailaba y se narraban preciosos cuentos e interesantes historias, que dejaban a los oyentes con la boca abierta; bien por asombro o por sopor. Y alguna que otra esposa flanqueaba el vano de la puerta con el rodillo en la mano. Cuando el dueño se quería ir a dormir, giraba la tuerca de la lampara de petróleo y los dejaba a todos a oscuras y protestando.
Cuando yo conocí Grecia, el país estaba poblado por kafeneíos y aunque el Nescafé frapé hacía estragos entre la juventud, los clientes entendidos seguían degustando el café griego bien hecho; dulce, medio o amargo; y se alababa o criticaba la mano del kafetzis, como si de un chef se tratara. Pero, lo fundamental para mí era el vaso de agua helada. Dejarlo descansar hasta empañarse, observar cómo derramaba sus lánguidos lagrimones por el vidrio ya translúcido por el frío y el uso. Mirar a través de él las deformadas mesas, las dobladas sillas y las caras grotescas. Ansiarlo y deleitarme sacando la lengua, imaginando su frescor insípido caer por la garganta. Y luego, beberlo de un trago. Yo creo que lo que más me gustaba de los cafés era comparar las frascas y jarras donde los servían, la calidad de sus aguas, la generosidad del dueño. Así empecé a tener lugares favoritos donde tomar el café, y si el agua era embotellada no volvía nunca más.
Los cafés llegaron a occidente a través de Inglaterra. Las cafeterías, frecuentadas por intelectuales, escritores y filósofos, se convirtieron en centros donde se incubaron las ideas liberales. En 1676, esta agitación incitó al fiscal del rey Carlos II de Inglaterra a pedir su cierre, arguyendo faltas ofensivas contra la corona. Las reacciones en contra de esta decisión fueron tales que el edicto se revocó con total celeridad. Los flujos de ideas bañadas con el café modificaron profundamente al Reino Unido. En 1700 había más de dos mil cafeterías y la famosa compañía de seguros Lloyd’s de Londres fue en sus orígenes un café muy visitado.
En Atenas fue singular el café «Η Ωραία Ελλάς», La bella Grecia, sito en la confluencia de las calles Ermú y Eolo. Todas las manifestaciones y revueltas políticas pasaban por su puerta y los callejones aledaños fueron escenario de verdaderas redadas sangrientas. Al igual que el café Procope de Marsella, animado por personajes de la talla de Voltaire, Rousseau o Diderot, haciendo que girara la historia al mismo ritmo que sus plateadas cucharillas en las tazas de porcelana. Sin olvidarnos de nuestro castizo café Gijón, de la calle Recoletos, y sus típicas mesas de mármol desgastado donde confluía toda la farándula literaria madrileña. Los círculos del Gijón se hicieron famosos por la variedad de tendencias políticas que coexistían durante la Segunda República.
Pero, la llegada del cine y el auge del teatro fue acabando con las tertulias de café en las grandes ciudades y se fueron transformando en cafeterías, bares, bistrós, pubs o restaurantes. Hasta llegar a hoy en día, donde las grandes marcas copan los centros de las capitales, vendiendo un café elaborado en una máquina automática, de calidad ínfima, a precios abusivos. Y, lo que es peor, sin vaso de agua.
La sociabilidad que genera tomar un café en compañía radica en el encuentro sobrio que propicia el habla, todo lo contrario a la introspección y meditaciones que evoca un humeante té. Una taza de café está llena de palabras y de escuchas, necesarias para que sucedan cosas importantes. El tintineo de las tazas produce una alegría efervescente y recuerda a momentos de charlas y confesiones. “¿Quedamos a tomar un café?” es una delicada caricia que se ofrecen los amigos en los momentos de necesidad.
¿Y si el contertulio es un espontáneo desconocido? Entonces, aunque pueda parecer molesto en un principio, para las tímidas como yo, sorbidos unos tragos, el intercambio de información puede llegar a sorprender y a abrir puertas a nuevas ideas que antes no existían.
El café oriental está muy molido y se toma sin colar en una taza de porcelana muy gruesa. Hay que dejar descansar su poso y tomarlo como si de un caro licor se tratara. Cuando llega el polvo a la garganta, ahí está el agua para apagar la sed. El ritual se prolonga hasta acabar masticando, lo cual puede llevar un buen rato. Y, cuando ya no hay esperanza de poder seguir bebiendo, alguien puede ofrecerse a leerte el porvenir. Si se te atraganta el augurio, ahí vuelve a estar el agua para dejarlo pasar.
Reabrieron el café de mi pueblo y se reanudaron las risas y el griterío. No está mal para un lugar con tan pocos habitantes, que menguan de año en año. Por las mañanas, el jolgorio se oye desde mi casa. Y si ha habido elecciones, se prolonga hasta altas horas de la noche. Existe la posibilidad de chatear en las redes con un café de cápsula, pero, si lo hacéis de esa forma, conmigo no contéis.
Καθίσαμε στο ίδιο καφενείο
Είχε μια δίγλωσση ταμπέλα ανορθόγραφη
Και μιαν ατμόσφαιρα χαμένη ανυπόγραφη
Το σάντουιτς όσο μιας βδομάδας νοίκι
Τότε που ακάθεκτος τραβούσες προς τη νίκη
Καθίσαμε στο ίδιο καφενείο
Άνοιξη μύριζε είχε πάρει να νυχτώνει
κοίταξες μάταια για το γνώριμο γκαρσόνι
είχε μονάχα νεσκαφέ τέρμα το μπρίκι
Στο διπλανό τραπέζι ούζο με φιστίκι
Καθίσαμε στο ίδιο καφενείο
Το τελευταίο λάθος μας αυτή η συνάντηση
Λύση δεν βρέθηκε ούτε δόθηκε απάντηση
Ο ήλιος έγειρε και οι σκιές μακρύνανε
Κάποιες αδέξιες ερωτήσεις που δε γίνανε
Nos sentamos en el mismo café
Tenía una pizarra en dos idiomas con faltas
y una perdida atmosfera anónima
El sándwich costó el alquiler semanal
Y tú impetuoso te lanzaste a la victoria.
Nos sentamos en el mismo café
Olía a primavera y empezaba a oscurecer
Buscaste con los ojos a nuestro familiar camarero
Solo servían Nescafé, se acabó el briki.
En la mesa contigua ouzo con pistachos.
Nos sentamos en el mismo café
Aquel encuentro fue nuestra ultima equivocación
No se encontró solución ni se dio respuesta
El sol se puso y las sombras se alargaron.
algunas torpes preguntas que no se debía.
Cuánto se aprende contigo!
Algún día quedaremos a tomar un café!
Claro, invito yo.
Hola Anuska. Debo de tener algún ascendente griego, ya que a mí siempre, después de un café, lo que me apetece es beberme un buen vaso de agua. Tengo que reconocer que no soy muy cafetero, y que ese basó con agua, lo que hace, es quitarme de la boca el sabor del café. Te reconozco que el café turco no me gusta nada. Eso de comer café se lo dejo a los muy entendidos. Y no me hables del frappé, me cogí unas taquicardias hasta que me di cuenta que tenía que pedirlo descafeinado, que me salía el corazón por la boca. No envidio a los cardiólogos griegos, que deben de tener un trabajo que se matan, a no ser que sus congéneres tengan corazones de toro.
Va a ver que ir a tu pueblo a tomarse un café, qué tal como has lo has descrito apetece.
1 millón de besitos a los dos
VIRIATO
El café da sed, por eso va bien el vaso de agua fresquita. A mí tampoco me gusta el frappé, el sabor del Nescafé nunca me ha entusiasmado, pero se toma más como un batido. El cafe de posos es para tomarlo en un Kafeneio, fuera de él pierde toda su magia.
Un abrazo
Un placer leerte e imaginar tomar un café griego en la cubierta de ese velero con el que tuvimos la suerte de disfrutar del Jónico.
Recuerdos y lecturas que alimenta el alma.
Buen viento!! con un abrazo inmenso Ana
Otro abrazo para vosotros. Estuvo Aurora Luque en Valencia y nos acordamos de vuestra copla: marinos venidos desde Palma.
Es lo malo de La Maga, os vais y dejáis un vacío en su corazón de fibra.
Buenos vientos…
‘y si el agua era embotellada no volvía nunca más’
Eres una reaccionaria nostálgica.
Hurra por los reaccionarios.
Hola, Manuel.
No solamente es nostalgia, es que la frasca o el vaso de agua frío es como una invitación familiar a que te quedes un rato. Una botella de plástico es anodina, te la puedes llevar a casa. Los italianos hacen buen café, pero nunca me gustaron sus cafeterías; tomar el café en la barra y de un trago es un desperdicio. Si no le ponemos rito mágico a las cosas cotidianas, perdemos la gracia de la vida.
Un saludo y gracias por pasar.
Gracias Ana, una belleza de relato, y te felicito por ese cafe que te han reabierto al lado de tu casa.
Hola, Álvaro. Creo que vuestro festival de cine ha sido fenomenal. Una lástima no haber podido acudir, guardo muy buen recuerdo del año pasado. Me llegaron noticias de que tuvisteis un incendio cerquita, espero que no os haya traído daños graves. Muchas gracias por tu comentario, queda pendiente un café.
Querida Ana,
me ha encantado tu texto. Tu diferenciación entre el té y el café me parece muy sensual, siempre sentí el té como algo que te lleva introspectivamente hacia dentro mientras que el café te lleva hacia afuera, hacia la comunicación con otras personas como tan bién describes en tu artículo.
El kafeneion griego es todo lo que tu describes y el café griego con su poso y su vaso de agua un placer.
En fín, a mí sólo me queda declarar el amor que tengo y debo a Grecia, la de ahora, la actual.
Y la ilusión que siento cada vez que recibo uno de tus excelentes textos.
Sigue.
Un abrazo.
Hola, Santiago. Supongo que tú, como también yo, guardas buenos recuerdos de horas sentado en un Kafenío griego; solo con mirar y escuchar es suficiente para pasar una buena mañana ¿Por qué será que en Grecia pasan siempre cosas sorprendentes? Debe ser la fuerza telúrica de sus piedras y ese mar tan azul que todo lo engulle.
Un saludo y gracias por pasar por aquí.