- Hay un cabo en la isla de Siros, en el Egeo, que se llama el cabo de las letras, o cabo de las cartas, porque Grammata, Γράμματα en griego, significa ambas cosas. El nombre es evocador por sí solo; nos incita a recrear solitarios escritores, escondidos en estos sitios remotos, dándole vueltas a la pluma, arropados por la inmensa soledad de esta escarpada costa, o misivas redactadas por algún desesperado náufrago enamorado, encaramado a los riscos, aguardando la nave del reencuentro. Ambas cosas son válidas para nuestra historia, como os detallaré a continuación.
Los cabos son accidentes geográficos singulares para los marinos. Su localización es indispensable con el fin de ubicarse, evitar los peligros, o mantener la derrota. «¡Hay que doblar el cabo!».
Doblar es un curioso verbo para denominar el tránsito por un cabo y el cambio de rumbo que le sucede. Allí, al otro lado, ¿quién sabe?, ¿rolarán los vientos?, ¿amainará la ola?, ¿obligará la corriente a derivar el barco hacia la costa, los bajíos, los remolinos? O, hasta en algunos casos: ¿es el brazo amigo que se extiende para arroparme y situarme al abrigo de estos mares inclementes? Doblar un cabo es excitante para las tripulaciones y, hasta en algunos casos, sinónimo de supervivencia. Aunque lo veamos aparecer por la proa, lo dejemos por el través y se aleje por la popa, sin modificar un grado nuestro rumbo, también hablamos de doblar, no de pasar. Pasar es palabra vulgar e inexpresiva; se pasan las calles, las casas, los caminos. Doblar, como si del pulso contra un musculoso brazo se tratara, implica esfuerzo y concentración. Casi se pronuncia como doblegar, y toma el mismo sentido que este: obligar y vencer. Por eso se doblan Hornos y Buena Esperanza, no se pasan y se dejan atrás, sin más comentarios ni explicaciones, porque el verbo ya implica sufrimiento y batalla.
Siros siempre fue, desde los tiempos primigenios de la navegación, una importante isla de cabotaje. Situada muy cerca de Delos, vital centro financiero de la época Clásica, y ruta de paso para los barcos cargados desde las minas de Lavrio. El número de naufragios que sucedieron a barlovento de su silueta, cuando el Meltemi o los temporales del Sur sorprendían a los convoyes de naves, debió de ser numeroso. Aquellos que llegaban en sus bajeles de cóncavas proas, azotados por el viento y zarandeados por las olas, remaban sin descanso con su mirada fija y esperanzada en la tierra, viendo aparecer y desaparecer una ansiada punta rocosa, brillante y blanca por las espumas, donde el experto piloto juraba que había un refugio. Fugaces imágenes llenas de esperanza, de sosiego y de paz. Ya en su ensenada, a salvo de los fieros monstruos marinos y truculentas fantasías, el mar se calmaba como en un milagro, y allí rezaban a sus dioses dándoles gracias por permitirles vivir un día más. La vida de un marino clásico se medía más por singladuras que por años.
Este cabo Grammata ha visto pasar barcos de todo tipo, navegantes de cualquier calaña: peregrinos, viajeros, comerciantes, soldados y hasta piratas. Hombres aterrorizados y sumisos al terrible carácter voluble del mar que los sostenía, que los transportaba, y sobre el que luchaban por su supervivencia. El ponto rico en peces y húmedas almas de náufragos. El terror humano a ahogarse y desaparecer en el mar ha sido alimento de cientos de fabulaciones literarias, e incluso de epopeyas de diversas creencias. Porque navegar, para muchos de aquellos pobres diablos, debía de ser lo más parecido a una película de terror sin sentido. El mar era un dios caprichoso que se enojaba y que maldecía a naves y marineros, al que había que aplacar con ritos y ofrendas. Hay algunos datos sobre la existencia de un templo en esta ensenada consagrado a Serapis, deidad greco-egipcia que reinaba en el océano profundo, entre otros atributos, y del cual en la actualidad no queda nada. Este terror primordial, infundido por el supuesto dios airado, debía de ser aplacado por los marineros que se salvaban y los viajeros que se precipitaban hacia el golfo de las Letras, y entre otros votos, decidieron grabar su nombre en las rocas, llenándolo de palabras, o de cartas, según se mire. Cartas que leerían generaciones venideras: aquí estuvo “Periquito”, casi tan muerto como vivo, pero contento de haber doblado el cabo y perdido de vista la rugiente pesadilla.
Los marinos somos muy supersticiosos. Y un hombre de mar que se haya salvado se convierte en el más fanático seguidor de cualquier detalle extraordinario que haya tenido lugar en la terrible, pero a la vez dichosa, singladura. Así que esculpir nombres en la piedra del cabo se convirtió en una obligación de los marineros afortunados. Como hoy, cuando los veleros arriban a Faial, en Azores, en su vuelta desde América, dejan constancia con dibujos e inscripciones de su aventura transoceánica.
Al abrigo de la tierra, las olas se amansan y al fondo del golfo, en una pequeña playa, surge un vergel, un auténtico oasis de palmeras, sabinas, lentisco y humedad; un rincón sorprendente en esta granítica isla áspera y dura de Siros. Este pequeño jardín entre las rocas hace aflojar las mandíbulas y admirar una vez más a la naturaleza: la exuberancia recalcitrante de la vida, disputando el paisaje a la desolación pétrea y calcinada de la imponente montaña.
Se conservan alrededor de un centenar de inscripciones en la zona; en el pasado hubo muchos más, pero con el paso del tiempo, y el mar, en su repetitivo lamido de la tierra, se han ido borrando aquellas palabras y dejando otras visibles, pero imposibles de leer.
El antropólogo y arqueólogo Klon Stefanos acampó en esta ensenada en el S. XIX y fue el descubridor de estas inscripciones, de las cuales, las más antiguas, datan del periodo helenístico. Hay un libro publicado con los estudios de Stefanos que es posible descargar de internet, interesante para el que le chiflen estas materias. Aviso: es un PDF con letra menudísima, escrito en un griego un tanto difícil de entender; pero valdrá el esfuerzo; a las extravagancias de la curiosidad también hay que doblarlas, como a los cabos. Muchas inscripciones están fechadas, pero la falta de un sistema cronológico unificado hace difícil datarlas con exactitud.
Durante todos estos siglos han navegado por el Egeo barcos venidos de Tracia, del Mar Negro, del Dodecaneso y el Asia Menor, de Siria, Cilicia, y Egipto. Cada viajero oraba a su deidad, pidiéndole que calmara la furia del mar embravecido y los condujera a su destino. Así que la mayoría de los epígrafes son deseos o súplicas a los dioses para que les concedan un buen viaje de retorno, o agradecimiento por salvarlos del temporal, que curiosamente en griego se dice fortuna.
Como todas estas cosas en Grecia, nadie sabe exactamente dónde están, ni importan demasiado. Por toda información, un viejo cartel azul oxidado, colgado de una roca de punta Grammata, te advierte de la existencia de un lugar de interés arqueológico. A partir de ahí tuyo es el destino. El destino y las ganas de rebuscar entre estas piedras pulidas y resbaladizas por la sal hasta encontrar las palabras cinceladas en la roca, medio disueltas por los vientos y los temporales, parientes estos de los que obligaron a aquellos marinos a escribirlas. Pero en esto reside también la grandeza de estos lugares: la posibilidad de imaginarlos. Sin deambular, aturdidos por los letreros y los caminos humanamente trazados, que dejan poco espacio para la ensoñación.
Esos marinos que escribieron sus súplicas ya no están, se los llevo el tiempo como el agua desdibujó sus mensajes, pero es extraordinario recibir sus cartas venidas del infierno, misivas que hablan de sentimientos familiares: el atávico terror de los marinos, el miedo a perecer en el mar y la venenosa droga que les impide alejarse de él.
Desde un pasado más próximo nos llegan las cartas de Nikos Kavadías, el marino poeta, con sus versos a veces tan oscuros como las vigilias en el barco. Rimas de bocinas, de niebla, de faros y sirenas de mercante. La reconocible música de las guardias de mar.
Por la noche, durante nuestra guardia
contaríamos extrañas historias en el puente.
De constelaciones, de olas,
del tiempo, de las calmas, de las derrotas.
Cuando la niebla fuera densa y nos cubriera
oiríamos los gritos de los faros
Y los barcos invisibles silbando
mientras pasan y se desvanecen.
Lejos, muy lejos viajaríamos
pero el sol siempre nos encontrará solos.
Carta a Nikos Enmanuel. N. Kavadías.
Gracias, Ana. Cómo mejora la tarde y se doblan los contratiempos al hilo de tus relatos. Yo me considero peregrina de cabos y de faros. Aunque no llegue nunca a ir a este, tus palabras siempre me llevan de viaje. Besos.
Hola Leticia. Me alegro de que despeje la tarde. Los buenos faros, como los lectores agradecidos, siempre nos llevan a sitios seguros.
Hola Anuska.
Mientras leía tu estupendo relato hablando sobre los cabos (la madre que les parió, digo…) me acordé del Cabo Tiñoso, aquella vez que os acompañe a bajar un Puma en un transporte hasta Puerto Banús y nos costó doblarlo (doblegarlo diría yo ) la mitad de la noche, con rotura de motor incluido. Viento en contra, mar en contra… Es que siempre que se dobla un cabo es como un parto???? Pocas veces los he doblado sin un punto de angustia. Por más que te lo prepares, siempre es un albur. Ojalá fuera como en las ciudades: siga usted dos calles y al doblar la esquina, lo encuentra!
Mil besos para los dos
Viriato
Ya me acuerdo yo de ese transporte. Tú le llamabas cabo garrapateira al pobre tiñoso. Pero lo de la avería de motor lo había olvidado. O lo daba porsupuesto, en los transportes siempre hay averías.
Abrazos desde un Ego sin viento
Gracias Ana, por descubrirme a Nikos Kavadías y por tus sabrosas historias.
Hola, Nines. Kavadias tiene poemas preciosos, un tanto oscuros y cinicos, como corresponde a un marino de su generación que había dado varias vueltas al mundo.
Un abrazo
“Cabo Grammata” y palabras cinceladas en la piedra. También lo vimos en Delfos en la muralla poligonal llena de inscripciones, de nombres de esclavos que quizás liberaban su ansiedad escribiendo. Desde que aprendimos a escribir, las palabras (γράμματα) nos liberan y sosiegan, como este maravilloso relato de marineros escritores. Muchas gracias por mostrarnos (tanto en tus escritos como en tus viajes) a Grecia y su esencia.
Un abrazo, Ana.
Hola, Carmen. Tienes razón, las palabras nos liberan de los pesados terrores. Y las cartas nos hacen sentir os acompañados por los posibles lectores, es la magia del lenguaje.
Un abrazo
Cada cabo oculta el siguiente. Por eso hay que doblarlo, porque siempre, aunque sea mínimo hay un cambio de rumbo. Pero efectivamente, doblarlo es casi doblegarlo, vencerlo, como se vencen las etapas de un viaje.
Tu relato en cambio me transporta sin esfuerzo, con deleite, pudiendo ver en tus palabras (Grammata) el paisaje de esa Grecia que tan bien describes y tanto añoro.
Puedo decirte que he disfrutado leyéndolo, de cabo a rabo!
Un beso! Y gracias.
Hola,Eduardo.
Los cabos son pequeñas metas que nos ponemos en las travesías: cuando doble el cabo veré otro paisaje, otros vientos, otros rumbos. Así que nos tiramos horas y horas, y hasta días, observando la silueta del dichoso promontorio como si después de él ya no hubiera mundo. Pero siempre nos acordaremos de lo que nos costó doblarlos.
Un abrazo
Impresiona la necesidad de escribir, aunque sea grabando en piedra,como una catarsis para redimir situaciones angustiosas, es una constante en cualquier época.
Y sobre la expresión marinera «doblar cabos», para evidenciar su dificultad, me recuerda la expresión montañera «hacer un pico» en lugar de subirlo, supongo que con la misma intención de plasmar el esfuerzo que supone.
Gracias Ana por tus relatos, navegar contigo por las vinosas aguas griegas en concava nave es muy grato, siempre.
Hola,Fernando.
Creo que de navegar, lo que más me gusta es el esfuerzo que implica. Las cosas fáciles no tienen igual recompensa. Bue ejemplo el de la montaña. Y lamentables imágenes las de este verano en el K2. Se pierde esa perspectiva de hacer cumbre, coronar el monte.
Un abrazo y gracias por tus comentarios.