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El valor de las cosas pequeñas

Las cosas que me hacen feliz son normalmente las que no sirven para nada. La felicidad no es un estado inmutable, sino pequeños brillos, ráfagas de dicha que nos alcanzan como flechas, dejándonos aturdidos por instantes y con la picante necesidad de seguir heridos, de continuar persiguiendo ese dulce enemigo que nos dispara. La felicidad nos sale al encuentro, no la podemos buscar, porque se halla contenida en frascos pequeños, tan diminutos que cuando los destapas evaporan sus esencias, dejando solo su recuerdo a buen olor. Me hacen feliz los colores del atardecer, el badajo de los rebaños, esos pajarillos azules que sobrevuelan en parejas, el agua helada que te sirven con el café, las barcas de madera que atrapan peces pequeños, el latigazo de un verso y las notas de aquella antigua canción que me impulsan a brincar de la silla. El olor del orégano y la aliaga tras la lluvia, los bosques poblados, los riscos desiertos, dibujar cosas tontas y escribir párrafos sin propósito, solo por el placer de juntar palabras e ideas; leer los libros varias veces o respirar. Mientras hablamos se escapa el tiempo y la apacible felicidad con él, de ahí su gran valor y su agradable caricia. El poder, la gloria y la fama, son en verdad los venenos que nos impiden ser dichosos. En esta sociedad mercantilista, pragmática, ilusoria y acelerada, disfrutar de las cosas sin valor es una forma de transgresión y rebeldía.

Sirva este preámbulo revolucionario para aclarar que este viaje se inició sin ningún propósito. Habían cerrado el canal de Corinto, debido a unos desprendimientos este invierno, que se volvieron a repetir en el mes de julio. Para ir al Egeo era necesario dar toda la vuelta al Peloponeso, lo que nos obligaba a precipitar el viaje y a hacer navegaciones más apresuradas. Así que era un buen momento para adentrarse por el golfo de Corinto donde seguro que no habría muchos barcos este año, porque a muy pocos se les habría perdido algo por allí; ni a mercantes ni a veleros. Navegar sin destino hasta el fondo de un embudo sin otra salida que retornar por donde llegamos. Visitar las enigmáticas costas de Fócida y Beocia, rodeadas de pétreas cordilleras que abren sus enormes bocas para engullirnos en sus golfos, dejando salir terribles vientos y precipitándose a plomo en los abismos marinos. Con el Parnaso gris de fondo, el paisaje de rocas desnudas parece reírse de nosotros: jojojó, dicen las montañas, jojojó, contesta el eco. Qué vértigo siente uno ante la soledad de estos páramos, esperando que salgan al encuentro unos hoplitas perdidos en los siglos, o una pitia desterrada por contar mentiras al viajero.

No buscar nada más que lo que uno encuentre es el motivo del buen viaje, sin prejuicios ni sentencias, sin perseguir pueblos de casas encaladas, mares turquesas y cúpulas azules, repasando de nuevo viejos libros que cuentan historias distintas. Tantos años transitando estos mares, pero siempre pasando deprisa y corriendo en busca de islas luminosas y aguas menos amargas. La pobre Beocia desde la antigüedad ha sido, por su naturaleza agreste y montañosa, sinónimo de gentes adustas y estúpidas, según los muy remilgados atenienses inventores de la polis. Sin embargo, si te detienes en sus pueblos, los bares se llenan de hombres charladores y jugadores de tabli de la misma manera que en cualquier otro sitio: gritando y riendo. Y como en cualquier sitio, se sirven las jarras de aguas frescas con el café; del grifo y con denominación de origen, no de botellas anónimas, como en los horribles beach bar de los centros turísticos.

En sus playas oscuras y profundas tuve la ocasión de nadar entre las salpas, esas criaturas transparentes de complejo ciclo biológico y sexualidad enrevesada que viajan en formación, componiendo cintas y ristras translúcidas, con sus botones amarillos alineados como el teclado de un piano. Son bellas y bailarinas y cuando se agrupan, nadan juntas elegantemente, recibiendo el bonito nombre de “cinturón de venus”, aquel ceñidor de Afrodita donde se guardaban la ternura, el deseo y las palabras seductoras que arrebataban la mente de los más sensatos, como decía Homero. Más allá, la oscura profundidad tenebrosa del piélago, un abismo invisible, sin apenas luz, pero en la superficie: las gráciles salpas iridiscentes que nunca pensé en toparme. El mar es un libro inacabable para lectores pacientes.

Imagen del National Geographic



Volví a encontrar a la pequeña Trizonia, esa isla que no es la más bonita ni la más fea, pero que tiene la sutileza de contarme cuentos cuando la veo. Sus pequeñas proporciones y su corta distancia al continente, además de su excelente abrigo, la hacen ser una escala ideal en el viaje. Es una isla por la que tengo una especial predilección, fue una de las primeras que visité cuando llegué a Grecia hace ya muchos años y la considero como el inicio de las navegaciones al Egeo, con recuerdos agridulces de los días pasados en ella. Siempre se me ocurre algo nuevo sobre Trizonia para escribir cada vez que amarramos allí, como si en una novela por fascículos me fuera desgranando sus secretos en cada etapa.

De esta isla diminuta, que no figura en las guías ni en los folletos de agencias de viaje, siempre me ha sorprendido la tozudez autogestionaria de sus habitantes. Se resistieron a que Onassis la comprara, crearon su particular transporte público con dos barcas que vienen y van constantemente, patroneadas por sus habitantes, permitiendo así que la gente viviera a un lado y otro del pequeño mar de apenas media milla, el que separa a Trizonia de su hermana Hania, como dos imágenes especulares que se miran eternamente, surcadas por las valientes naves coloradas que llevan a los locales y visitantes de una parte a otra del espejo. Vienen repletas de sorpresas, con una algarabía jovial en verano y una estela fría de bruma en invierno. El nombre de la isla, Trizonia, τριζόνι, significa grillo y casi se me olvidaba que el sonido de esos oscuros insectos me produce también una infantil felicidad.

La primera vez que me extasié con el ir y venir de la barca, con el jolgorio de su llegada y las despedidas de su partida, la llamé la barca primordial; el corazón que impulsaba la linfa para que no se desangrara y feneciera su isla. Allí, al otro lado, la rica y exuberante tierra firme alimentaba a la isla pobre; sin esa barca su futuro estaba sentenciado. Imaginaba el desembarque en la otra orilla, en un puerto bullicioso y transitado, repleto de tabernas y tiendas, con viajeros esperando cambiar el estrés terreno por la tranquilidad de la isla humilde.
Este año Trizonia estaba particularmente serena y apacible, con la playa roja de Agios Nikolaos encendida bajo el sol de la mañana y la playa negra del puerto luciendo azabache con las olas de la brisa. Y la barca iba y venía, puntual, como un reloj suizo.
—¿Cogemos la barca?
—Vale
Nos sentíamos nerviosos y excitados, ¡cómo no! Por fin, después de tantos años, íbamos a conocer lo que había en la otra orilla. El capitán dio dos acelerones y partimos dando saltos. Con gran maestría sorteó las olas manteniéndose a sotavento de la costa, cruzamos al fin el mar agitado por el mistral y arribamos al lado opuesto. El diestro piloto, con una arrancada certera, introdujo la nave salvadora como el hilo en una aguja, atravesando la escueta bocana que dejaban la luz roja y la luz verde del pequeño puerto. Y nos bajamos extasiados, deleitándonos con el acontecimiento, el viaje delicioso y la llegada a la tierra prometida.

Pero ¡qué sorpresa! No encontramos nada especial. Tan solo un conjunto de casas que dormitaban en su siesta y que posiblemente habían ido creciendo a merced del trasiego de los viajeros y las barcas. No era el continente el que daba vida a la isla, sino la isla la que respiraba existencia sobre el continente. No nos cruzamos a nadie ni encontramos nada particular. Volvimos de nuevo a Trizonia alegres y divertidos ¿No es encantador?

26 comentarios en «El valor de las cosas pequeñas»

  1. Hola Ana, he leído este último relato con una sonrisa en los labios, será por la felicidad que transmite y por las imágenes de esas isla tan particular que es Trizonia. Un gusto volverte a encontrar.
    Besos fuertes!!
    Isa

    1. Hola Ana!! Viriato es imposible de parar y tú lo sabes bien!! 😂Jaja
      Cuánto disfruto de tus relatos, pero comentar me cuesta, no encuentro las palabras, cosa que a ti te sale de corrido. Feliz de leerte!! 🥰

  2. Hola anuska, otra vez nos cruzamos con Trizonia, tu isla bonita, y la de todos las la hemos conocido. Más de una vez he soñado en permanecer una buena temporada allí amarrado. Recordando la zona donde habéis navegado, me ha venido a la cabeza Galaxidi. Nos dejó enamorados. Y el viaje en autobús a Delfos. ¡Que recuerdos! Ya estoy como el abuelo cebolleta, rememorando batallitas, pero es que esa zona merece mucho la pena. No sabia que estaba cerrado el canal de Corinto. Unas risas para todos que atajan por allí.
    Un beso muy gordo a los dos y a ver si nos vemos pronto.
    Viriato

    1. No estuvimos en Galaxidi, pero si visitamos todos las bahías del golfo, tiene sitios impresionantes, con unas montañas tan grandes y peladas que crean desasosiego. Yo creo que por eso disfruté esta vez mucho de Trizonia, porque es la isla amable y dulce.
      Lo de Corinto es una putada para muchos, no solo los veleros. Hay cantidad de mercantes que cargaban aluminio, en los yacimientos de bauxita de la zona, que ahora no sé muy bien que hacen. Dar la vuelta por Maleas es una faena gorda y lenta.
      Besitos

    1. Hola, Margarita. Eso es lo bueno de leer: acompañar al autor en su relato con tu imaginación. Seguro que hay un abismo entre la imagen de quien lo escribió y la de quien lo lee, pero así se fabrican los libros, con lectores y con escritores; si falta uno la ecuación no cuadra.
      Un abrazo y gracias por pasar.

  3. el badajo de los rebaños???

    Precioso, como siempre, el relato. Y estupenda la idea de vincular ciertas palabras a una información más amplia, útil sobre todo para lectores de tierra adentro como es mi caso.
    Enhorabuena y buenos vientos.

    1. Bueno el badajo de los cencerros me encanta y cuando los rebaños inician su peregrinación vespertina me quedo embelesada oyéndolos. ¿No entiendo muy bien a qué palabras te refieres? Supongo que a los términos náuticos ¿No?
      Un saludo, José Luis. Y muchas gracias por pasar por aquí

        1. Tener un velero es asequible, pero como todas las cosas, depende de a lo que tu aspires. Hay gente feliz en pequeños barcos y amargados en yates de lujo.
          Un saludo. No me puedo despedir de ti porque has firmado como anónimo. Pero gracias por pasar

          1. hola ,no pasa nada, lo tomo como una despedida a un anonimo, ya que ser asi te da una gran libertad ,los demas no te piensan no te jusgan y eres libre ,alguna vuelta compartimos una mesa en un bar por ahi ,mirando el mar ,que no sepan si eres mujer o hombre es como el que vive en un pueblo chico y luego experimenta la ciudad ,ya sabes en el pueblo lo que ocurre y en la ciudad ni saben quien vive arriba , libre del pensamiento ajeno ,saludos

  4. Cuánta razón tienes y que bien lo expresas! Son esas pequeñas cosas las que nos dan retazos de ese bien tan sutil que es la felicidad.
    Siempre recordaré mi visita a Trizonia con mi hermano Antonio y su mujer. Cuanto mayor me hago mas convencido estoy de que esa felicidad serena que tú tan bien describes nos la dan la naturaleza y la cercanía de los seres queridos. Gracias Ana!

    1. Hola, Eduardo. La competencia por alcanzar riquezas y fama nos impide disfrutar de las cosas hermosas. Esta vida falsa que llevamos en las redes sociales con fotos trucadas, frases intensas y sonrisas ficticias sirven solo para suscitar la envidia del prójimo, pero queda muy lejos de la felicidad.
      Trizonia también me trae agrios y dulces recuerdos de gentes que no volverán.
      Un abrazo

  5. Estuvimos hace años en Trizonia. Me gustó mucho a pesar de que estaba llena de veleros, con algunos tripulantes muy mal educados y nos costó bastante encontrar un hueco. También subimos a Delfos desde Galaxidi ¡Qué recuerdos!
    No conocía las salpas. Me ha encantado la descripción que haces de ellas.
    Espero que el año que viene podamos volver a Grecia, pero mientras tanto soñamos a trvés de tus escritos.
    Gracias.

    1. Este año estaba vacía, como habían cerrado Corinto había pocos barcos navegando por allí. Lamentablemente cada día hay más barcos y menos cortesía, es la consecuencia lógica de la masificación, cuando éramos 4 nos llevábamos todos bien. Pero no es un pecado solo de los mares, sino del mundo en general. Supongo que somos demasiados intentando hacer las mismas cosas y los recién llegados ya no tienen el mismo código de conducta. Ahora te tiran el ancla encima y te ponen la música a todo berrido sin que les importes un bledo.

  6. Hace ya 5 o 6 años compartimos con vosotros una maravillosa empopada, con el foque atangonado, surfeando las olas mientras los paisajes del estrecho de Corinto iban pasando como una película antigua. Aunque recuerdo esa travesía como una de las más bonitas (y divertidas) de mi cuaderno de bitácora, me ha dado envidia tu lento viaje por esos paisajes, recogiendo frasquitos de felicidad, que hay que saber descubrir y disfrutar. Qué ganas de volver a compartir alguno con vosotros. Un abrazo fuerte de Ana la de las dos palmeras

    1. Ohh, Ana. Se quedó este comentario sin responder. No sé si es mi cabeza que falla o es el gestor de comentarios, pero no había visto tu entrada hasta hoy. Yo también recuerdo esa bonita travesía y los días que pasamos juntos. Dale un abrazo a todos y a tus palmeras de bienvenida.

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