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La geometría de Samos

Cuando se arriba a Pitagorión hay varias cosas que retienen la mirada. Por un lado, está la magnitud del puerto. Un muelle extenso protege la ensenada y resulta un poco exagerado para la actividad portuaria actual. Si encima, pensamos que el espigón de cierre está construido sobre los antiguos malecones; hablamos del siglo IV a. C.; la proporción descomunal de la rada parece abrirse, según entras, para engullirte en una verdadera agitación histórica, la que representa a Samos. La grandiosa Samos. Por otro, una formidable bandera turca que ondea en la cercana costa de Asia Menor, una declaración de intenciones, a la que los griegos responden con otras semejantes en tamaño, una blanquiazul, otra amarilla, la de la iglesia ortodoxa y, por último, la rojinegra de “Libertad o muerte”, la cruz traspasando a la serpiente del islam. Tonterías las mínimas. Enemigos para siempre. Pero la población de a pie, la que relativiza siempre las cosas, porque hay que seguir viviendo, porque todo depende del color con que se mire y aquí paz y mañana gloria, no lo tiene tan claro; pelillos a la mar. Hay un trasiego de barcos turísticos turcos hacia Pitagorión y de barcos griegos hacia Turquía, un tráfico indiferente a las guerras de los políticos. La vida sigue y el negocio es el negocio. Sí que es verdad que las cosas han cambiado y se han relajado con el tiempo, cuando navegábamos por aquí hace ya bastantes años, el tránsito entre países estaba totalmente perseguido para los barcos de recreo. Hoy creo que, con ciertos permisos, el cruce de fronteras es algo habitual entre los navegantes.

Nada más llegar a tierra aparece una birriosa estatua de Pitágoras, aunque necesaria para comprender el puerto. El monumento parece más un trabajo de fin de curso escolar, que la imagen más potente y representativa de la isla. Da la entrada a unas calles perpendiculares y paralelas al puerto, siguiendo una rotulación ortogonal, mucho más significativa que la estatua, para homenajear a tan celebre ciudadano. Lo único bueno que tiene el monumento es que representa a Pitágoras con un brazo extendido, formando parte de la hipotenusa de un triángulo rectángulo. Por ahí deberíamos comenzar, por la relación de esta isla con los cartabones y con esas figuras geométricas mucho más trascendentes que su representación de 3 ángulos sobre el papel, recordándonos que, si te sumerges más en el universo, en su nivel más profundo, solo encontrarás las matemáticas.

Había fondeado un gran crucero frente al puerto, mientras aguardaba la llegada de la lancha del práctico. Era un día de fuerte viento, pero algunos veleros se aventuraban en las cercanías de la bocana. Iban un poco pasados de trapo y al acercarse a la luz roja del puerto se encabritaban con las rachas, escoraban más allá de lo razonable y salían despedidos hasta casi estrellarse con el muelle. En el extremo del espigón un grupo de espectadores se partía de la risa mientras sonaba el claxon de un coche. Yo presentía que aquellos barcos estaban en peligro y que sus tripulantes no sabían domeñar las maniobras, debido al exceso de vela; pero no me cuadraban las carcajadas. Al acercarnos más caímos en la cuenta de que era una regata, un poco de pacotilla, pero competición, al fin y al cabo.

Las tripulaciones venían desde Leros, cansadas y desorientadas, con los arneses y los trajes de agua puestos, daban bordos y más bordos buscando una boya inexistente y un bocinazo esclarecedor que les avisara de que habían pasado la línea de llegada. La boya se la había llevado por delante el crucero fondeado y ahora, el práctico intentaba, en una demostración de amabilidad y confraternidad helena, rescatarla. La bocina, se la había olvidado en su casa el juez de regatas, el mismo que ahora se retorcía de risa en el muelle, mientras hacían sonar el pito de una pobre furgoneta afónica, aparcada en la esquina. Los pescadores habituales vociferaban enfadados, porque con tan grande algarabía les iban a espantar las presas. Y los barcos, erre que erre, dando vueltas buscando la baliza amarilla, sin atreverse a separarse del muelle y ser descalificados. No daban crédito a que un deporte tan noble, en sus países, llegara a convertirse en algo tan hilarante.

Y ¿Por qué nos pita ese coche desde el muelle? ¿Y Por qué viene el práctico corriendo con un balón amarillo? ¿Y por qué se ríen tanto los de tierra y dicen que ya está y que nos vayamos a casa? ¿Y qué dicen de “malakas”?

Mientras nos reíamos, nosotros también, pensaba en la trayectoria de un barco, dando bordos, para avanzar contra el viento. En el fondo describían una línea de dientes de sierra, de catetos de triángulos, uno tras otro, buscando su hipotenusa que les llevaría al final de su derrota. El triángulo divino, de nuevo, la obsesión de Pitágoras o de Platón. La base de la proporción áurea y divina, la figura geométrica que se utiliza de múltiples maneras para representar la mirada de Dios, la trinidad, la suma del uno y el dos.

La hermandad pitagórica, se desarrolló más extensamente cuando el maestro emigró a Crotone, huyendo del tirano Polícrates. Pero su pasión por los números y sus relaciones armoniosas, que formaban la trama y urdimbre de la música, la astronomía y la filosofía reveladora, debió nacer aquí mismo, mirando las naves acerarse al gran puerto. Sus números masculinos y femeninos, perfectos e imperfectos, las cifras amigas, los números poligonales o su Tetrakys, aparecieron tras horas muertas mirando el horizonte. En el fondo todos hacemos lo mismo cuando matamos el tiempo, esperando en cualquier calle, sumando los dígitos de las matrículas de los coches, adivinando de un vistazo si el resultado será par o impar, divisible o no por nueve, mayor o menor que la matrícula anterior…

-¿En qué piensas?
-Nada, nada, tonterías.

Pasear por las impolutas y sombreadas calles de Pitagorión puede resultar al principio un poco molesto, ya no se encuentran más que tiendas de recuerdos turísticos, joyerías o alquileres de coche. Pero si tienes paciencia en recorrer las aceras, dibujadas con tiralíneas, llegas a la antigua ciudad de Samos, el ágora de callejones rectangulares, de cuyas prolongaciones surge la ciudad nueva, y donde se ha ido acumulando, capa tras capa, el polvo y la carcoma de los siglos. Cuando Samos era la isla más floreciente y rica del Egeo, también su fortuna se debía en parte al trasiego de viajeros y mercancías que desembarcaban y venían a comerciar a la zona de negocios que allí se imagina. En el fondo, solo han cambiado las formas y los estilos de las casas, pero el bullicio y el barullo de la charla y el regateo, entre vendedores y clientes, siguen siendo los mismos. Lo cual hace recapacitar sobre nuestra perspectiva de microbio transcendente; tampoco hace tanto tiempo que el joven Pitágoras iba a la escuela por estos mismos empedrados ¿2.500 años? ¿Y eso qué es? No me resisto a poner la aguda reflexión, del también sabio, filósofo y científico persa, Omar Jayam, aunque su ácida elocuencia nos puede dejar helados:

¡Oh, amor mío!, llena la copa que libera el presente
de remordimientos pasados y temores futuros.
¿Mañana? ¡Pero si mañana quizá yo mismo sea
sólo una parte de los siete mil años del ayer!

En el camino por la amplia avenida que unía la ciudad con el templo de Hera; el más grande de toda Grecia, el Hereo, con sus interminables columnas que se alzaban al cielo, descomunales; un humano, fácilmente puede sentir el peso de los números y de los grandes bloques de piedra, erigidos en honor a una diosa, pero, a su vez, dioses en sí mismos, con sus geometrías y líneas exquisitas, sus círculos multiplicados, rectángulos mágicos, paralelas fugando hacia el infinito. Y los perfectos triángulos de sus metopas y frontones. Representa un buen escenario para idear cualquier explicación del mundo y sus misterios intangibles.

Me suelen gustar las ruinas tal y como están; pertenezco al tipo de visitante romántico que disfruta más con imaginar que con ver. Pero en el caso del Hereo, sí que eché de menos una reconstrucción, marcada y diferenciada del original, para dar cuenta de las proporciones colosales del templo, que se vería a la distancia, mucho antes de entrar en el puerto.

La atracción histórica más sorprendente de la isla es, sin lugar a dudas, el túnel de Eupalino. Un acueducto subterráneo mandado construir durante el gobierno de Polícrates, para abastecer de agua a la ciudad, incluso si la sitiaba el enemigo. La faraónica obra de ingeniería, todavía hoy es objeto de estudio y conjeturas ya que se realizó partiendo de dos puntos opuestos de la montaña para encontrarse en el medio. Algo parecido a la perforación del túnel del Canal de la Mancha, pero sin GPS, altímetros ni ordenadores.

Está poco documentado el proceso y lo poco que se sabe se lo debemos a Heródoto que se refirió a él como una de las más grandiosas obras del mundo griego. Los cálculos exactos que utilizó Eupalino para lograr el encuentro en las entrañas del monte se desconocen, pero sí que parece claro cómo se inició el proyecto. Se midió el perímetro de la montaña por una de sus laderas y se descompuso en miles de triángulos rectángulos; cada uno de sus catetos representaba un pequeño avance en sentido norte-sur y otro en sentido este-oeste. La integral de todos ellos daba como resultado un enorme triangulo rectángulo, cuya hipotenusa trazaba perfectamente la trayectoria a seguir. Se dibujaron en ambas bocas de la montaña, otros dos triángulos rectángulos, de hipotenusas coincidentes con la anterior y se mantuvo la alineación con jalones, pértigas y niveles de agua. Los diez años que dicen que tardó Eupalino en comunicar ambas bocas debieron ser un sin vivir para él, pensando en si en algún cálculo se habría equivocado. Las escuadras y cartabones debieron perseguirle hasta hacerle enloquecer.

 

 

Cuentan que Polícrates, el tirano bajo cuyo gobierno se alcanzó el máximo esplendor de Samos, había accedido al gobierno asesinando a sus hermanos. Decidió hacer una ofrenda a los dioses para que estos cuidaran de su fortuna y su buena suerte; para ello arrojó un anillo al mar. Una semana después, un pobre pescador llevó a las puertas de palacio un gran pez, pensando que semejante regalo le agradaría al rey. Cuando los sirvientes abrieron el animal, encontraron dentro de su vientre la mismísima esmeralda que el rey había tirado. Todos se asustaron ante tal mal presagio, menos Polícrates, que se lo tomó como un guiño de los dioses. El tirano moriría, poco después, crucificado por el sátrapa Orétes.

Esta historia me la contó Juanjo Castro, un amigo y querido comentarista de este blog. El relato venía a cuento de una antigua entrada que hice hace algunos años en la que ponía la canción que ahora, más abajo repito, a raíz de una pesca copiosa que hicimos en las orillas del Aqueloo, sin tener ninguna relación con Samos o Polícrates. La canción, de Thanasis Papakonstantinos, cantada por Socratis Malamas, me gusta mucho, no me importa ponerla otra vez. La letra habla de un hombre que arroja su anillo de casado al mar. Poco después le sirven un pescado frito que contiene en sus entrañas la misma alianza de la que se quería deshacer. Refleja la creencia griega en la imposibilidad de los mortales de escapar a su destino. De la misma forma me viene entregada de vuelta está canción y este cuento, esta vez sí que me llega como anillo al dedo. Como a Samos sus triángulos.

Η βέρα
Καθόμουνα στον καφενέ, βρ’ αμάν, αμάν,
κι έβλεπα τα μανάρια
να περπατούν καμαρωτά,β’ αμάν, αμάν,
και να μοσχοβολάνε.

ΧΟΡΟΣ : «Κι όσο το μάτι θόλωνε,
η βέρα που φορούσε
γαντζώνονταν στο δάχτυλο
και τον πετροβολούσε».

Μέταλλο σε βαρέθηκα, βρ’ αμάν, αμάν,
βάρυνες με τα χρόνια.
Σε βγάζω από πάνω μου, βρ’ αμάν, αμάν,
και σε πετώ στο κύμα.

ΧΟΡΟΣ : «Περνούσε ψάρι νηστικό
και άρπαξε τη βέρα.
Ό,τι γυαλίζει δεν είναι χρυσός,
άκου, φτωχό και μένα».

Το ψάρι ήταν άτυχο, βρ’ αμάν, αμάν,
έπεσε σε τηγάνι
και βρέθηκε στο πιάτο μου, βρ’ αμάν, αμάν,
ένα Σαββάτο βράδυ.

ΧΟΡΟΣ : «Το ανοίγει με τα χέρια του
και βρίσκει το μπελά του.
Πετιέται η βέρα κι έρχεται
ξανά στα δάχτυλά του».

El anillo
Sentado en el café ¡Ay! ¡Ay!
Veía a las “corderitas”
Que pasaban garbosas ¡Ay! ¡Ay!
Y perfumaban el ambiente

CORO: Cuando se le nubló la vista
El anillo que llevaba
Se enganchaba en su dedo
Y lo arrojó como una piedra.

e aborrezco metal ¡Ay! ¡Ay!
Me pesas con los años
Te quito de encima ¡Ay! ¡Ay!
Y te arrojo al mar

CORO: Pasó un pez hambriento
Y atrapó el anillo
Lo que relucía no era oro
Oye, pobre de mí.

El pez fué desdichado ¡Ay! ¡Ay!
Cayó en la sartén
Y se encontró sobre mi plato ¡Ay! ¡Ay!
Un sábado por la noche

CORO: Lo abre con sus manos
Y encuentra su desdicha
Lo tira y el anillo
Vuelve otra vez a su dedo.

4 comentarios en «La geometría de Samos»

  1. Hola Anuska, ese final sí que está metido con calzador, si le dichos hablamos, pero más vale llegar a tiempo que rondar un año. Me imagino al pobre Eupalino, día tras día, durante 10 años, a sumándose ambos lados de la montaña y preguntando los operarios: que, se ve ya la luz? pobre hombre, como le entiendo, sobre todo teniendo de Maruja a Polícrates. Cómo va la obra Eupalino ? Acabamos o no acabamos, que me tengo que lavar las manos. (Aunque esta frase es de otro tirano, creo que a este también le viene como anillo al dedo) (todo se pega)
    Besitos mil
    Viriato

    1. Vaya, creo que esta vez te he tocado la fibra sensible, aunque consuélate, a ti no te hacen escarbar la montaña. Bueno, ni a Eupalino alicatar hasta el techo. Cuéntale a tus marujas el cuento del anillo y el tirano, a ver si se dan por aludidas.

      Abrazotes

  2. Parece que se te ha pegado la psicosis de los másteres y las tesis y, por si acaso, mencionas las fuentes de tus anécdotas. Ya no me acordaba de haber comentado en tu blog la historia de Polícrates. Se agradece la mención, aunque no hacía falta. De todas formas los derechos de autor son de Heródoto, fuente inagotable de deliciosos chismorreos. Lo que es totalmente original y lleva la marca de la casa es la anécdota de la regata sin boya de meta y sin bocina. Me he divertido mucho leyéndola.
    Saludos desde La Mancha.

    1. Claro, Juanjo, la bibliografía siempre bien clarita. Cuando leía sobre Samos , y por supuesto Herodóto, me acordé de aquella historia que memencionaste y de la canción de la Bera, pensé: ves, como el anillo, lo lancé y ahora vuelve.
      Más te hubieras reído de estar allí, en el muelle. Los del comité se lo pasaron bomba.

      Un abrazo

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