Mi casa está en un árbol. Los pasillos son curvados y rugosos, llenos de nudos y bifurcaciones que se inclinan con el viento. Y la tonalidad de las paredes, verdes todas ellas, varían con la hora del día y con la situación meteorológica. Gritos intensos de esmeraldas iluminadas por el sol, o pardos apagados, temblorosos con las sacudidas del aire. Sombras móviles que cuelgan de sus pedúnculos al caer la tarde.
El campo no calla. Hay siempre un polvo de murmullos, una bocina de alas batiendo al unísono, graznidos, ladridos, balidos. Un repiqueteo de piedras que se desparraman y un bisbiseo veloz de las hojas caídas. Como los fieles que responden con desgana a un párroco durante la homilía. El mundo se intuye allí abajo, pero aquí arriba se escucha el circular de la savia, al apretón de la madera al crecer y almacenar más lignina en los anillos que marcan los años de los troncos. Las orugas retuercen sus pelillos, agarrándose fuerte a la corteza, dejando heridas en sus brotes tiernos. Y los líquenes se expanden, con disimulo, haciendo suyo lo que les corresponde, desafiando a mi casa. Mientras que él, el árbol, sigue empecinado en seguir siéndolo, recrudeciendo y retorciendo sus ramas y obstinándose en engordar y sacar raíces como los músculos de un forzudo. Por encima de mí, por encima de las orugas, de los pájaros y de los líquenes. El gigante crece cuál si no oyera nada.
Hace algunos años me empecinaba en podarlo antes de irme a España. Lo dejaba sin hojas, triste y abatido. Con el tronco descarnado por las ramas cortadas. Como una estantigua. Como una venus semidesnuda, con los brazos amputados. Como la columna de un templo saqueado. E incluso, alguna vez he pensado que me había excedido y que podría haberlo matado. Pero en primavera me esperaba rebosante de hojas y ramas. Orgulloso y sonriente de haber ganado de nuevo la batalla. Me sorprende la cantidad de materia vegetal que produce en unos meses. Imagino su madera efervescente, llena de células en acelerada división para llegar a su cita veraniega. Cuando abro una ventana y me introduce a la fuerza un jolgorio de higos verdes, me parece oír sus risas. Y también por las noches, cuando lo escucho crecer y deslizarse sobre las tejas con dedos de seda.
He tirado la toalla. Yo antes veía el cabo Dukaton desde mi terraza. Contaba los destellos del faro por la noche y veía pasar los grandes barcos desde y hacia Italia. Allí se suicidaron Safo y Artemisia de Caria, y yo las observaba volar sobre las olas. Vigilaba las nubes sobre Itaca; señal inequívoca de que hacía viento. Atisbaba la cumbre de los montes, previendo si soplaría Norte o Sur. Ahora solo veo ramas de un árbol. Las corto por la tarde y a la mañana siguiente están frescas y bien nacidas. Con higos incipientes que amagan una sonrisa colorada cuando las aves los revientan. A lado de mi casa, un enorme montón de ramas secas esperan algún destino, pero yo no doy abasto.
Un día planté una Buganvilla. Y se la comió.
Este año se ha traído una parra amiga que nadie sabe de donde sale, pero trepa por los pilares y la fachada, se enrosca en los cables de la luz y va a rellenar el único hueco que quedaba libre, buscando la luz del sol. Y yo, así enclaustrada, me siento como una larva, como un vampiro. Así que he decidido resignarme a vivir en un árbol. La casa soñada de un niño. El hogar del eremita. El nido de un pájaro cautivo, en una jaula verde, llena de higos para picotear.
Los budistas tienen una higuera sagrada. A su sombra se sentó Siddhartha hasta alcanzar el Nirvana. Hace algunos años, los monjes denunciaron que un grupo de forajidos había cortado una rama del árbol sagrado y a consecuencia, el árbol había enfermado. Yo no soy capaz de imaginar una higuera enferma por cortar ramas. No existe la enfermedad de la higuera. Es el único ser inmortal sobre la tierra.
Vivir dentro de un árbol tiene sus ventajas. Nadie sabe si estás en casa. Te recluyes en tu celda arbórea, cuando ya no aguantas más charlatanes, noticiones, trolas y ruido, cortas internet y te dedicas a respirar en silencio, como Buda. Y cuando las hojas alcanzan tu nariz y el cuerpo entero te arde en picores, agarras fuerte las tijeras de podar.
–¡Allá tú! Mira cuantos higos tengo preparados para el próximo bombardeo estival. Para atraer a las avispas. Para alojar a los palomos y que te despierten con su pastoral cu cu cu.
La higuera no florece ostensiblemente. Sus flores quedan ocultas dentro de los pequeños frutos, esperando a las minúsculas avispillas que se introducirán y las polinizarán. Es un claro ejemplo de simbiosis milenaria: el insecto muere dentro del fruto a cambio de recibir un mullido y suculento hogar para sus nuevas crías. De los más de ochocientos cincuenta tipos de higueras, casi todos tienen su propia especie de avispa de higo que se ha adaptado a esa higuera.
En algún momento, antes del encuentro fortuito de la planta y la avispa, las flores de los higos se escondieron en su interior, llegando a formar las cavernas florales. Este cambio modificó el curso de la evolución para ambos organismos: para la higuera, esta adaptación le condujo a la autosuficiencia y la monogamia. Ya ninguna otra criatura, desde abejas hasta pájaros, murciélagos o incluso el viento, debería participar en la polinización. Al encerrarse del mundo exterior, estas flores desencadenaron lo que se convertiría en una de las alianzas más duraderas de la naturaleza. Las nuevas crías de avispa son fecundadas por los machos dentro del higo y emergerán, ya cargadas de huevos, para buscar nuevas higueras, donde comenzará el ciclo diabólico de nuevo. Diabólico para la avispa. La higuera no da un palo al agua.
Así que cuando la veo crecer y acercarse, me pregunto si estará ideando alguna treta evolutiva. Si me quedo aquí aislada nadie se enterará. Sucumbiré a su abrazo y sus ramas me inmovilizarán ¿Qué es lo que busca?
Ayer sufrimos una dura tormenta. Las nubes bajaban atropelladas por la falda de la montaña y los truenos hacían temblar la isla. Relámpagos no vi, porque la higuera me protegía, pero a intervalos, las ramas dejaban pasar destellos sobre el suelo. Una danza psicodélica en blanco y negro. El viento deshojaba los cipreses vecinos, que se inclinaban hacia el sur. Pero mi higuera permaneció firme e impertérrita, a lo sumo movía las hojas arriba y abajo, enseñando sus palmas, como un trilero. Creo que, en esta vida, hay que amoldarse para intentar ser feliz y no luchar contra imposibles. Ella ha triunfado. Por esta causa no puedo decir que este año he vuelto a Grecia, más bien he llegado a mi árbol.
Si alguna vez veis que no escribo, que no doy señales de existencia, o que nadie sabe nada de mí, mirad entre las ramas, es posible que haya quedado encerrada en algún higo.
Hay quien se dedica a abrazar árboles. Tu eres una privilegiada, los árboles te abrazan!
Gracias, Ana. Un abrazo, humano.
Esta higuera más que abrazar engulle. Pero tiene sus ventajas: tengo higos en verano y uvas en septiembre. Hay que ver el lado bueno de las cosas.
Un abrazo, Eduardo.
Tienes razón, Ana. Para ser feliz hay que amoldarse y dejar de luchar contra los imposibles.
Es curioso que tengamos que cumplir muchos años para aprenderlo. Quizás eso sea envejecer.
Bien llegada a tu isla y a tu árbol.
Hola, Ana. Más que envejecer yo diría que tiene que ver con hacerse más sabio. Aunque una cosa siempre va asociada a la otra.
Qué suerte de tener palmeras y no higueras.
Un besote
Amo la higuera. De hecho, crecí en una de ellas. Disfrútala, Ana. Son un espacio eterno.
Sí, la disfruto. Más bien disfruta ella de mi, porque se ha adueñado del patio de entrada. Hace su labor, nos protege del mundo exterior y eso es importante en estos tiempos horribles que corren.
Un beso, Stella
Hola Anuska. Desde niño la higuera ha sido mi arbol. En mis veranos gallegos, en una inmensa higuera que crecía loca junto al rio, me construí una cabaña y su perfume me devuelve a esa infancia cada vez que lo huelo. He plantado una en el jardín de mi casa para no perder ese vinculo.
Me ha encantado esta entrada, es precisa, poética, llena de sentimiento e inteligencia. Dale un beso a tu higuera de mi parte, y otro para vosotros dos.
Viriato
De la infancia tendemos a recordar solo las buenas cosas. Seguro que no te acuerdas de lo que pica la higuera cuando andas entre sus hojas. Yo, cuando la pido, tengo que ir con guantes y manga larga.
Un beso
Precisos relato, felicidades por todos esos momentos mágicos.
Preciosos relatos, quise decir.
Gracias a tí, Francisco, por leerlos, disfrútalos y dejar tu comentario.
Un abrazo
Los higos son, junto con las cerezas, mis frutas preferidas. Una suerte poder disfrutarlos en cualquier momento, una suerte saber amoldarse a lo que hay. Algunas no aprendemos nunca.
Un abrazo y hasta pronto.
Hola, Carmen. A ver si en julio queda alguno, que no se hayan comido los pájaros, y te llevo una cestita.
Un abrazo
Me ha encantado.
Gracias, Alfredo, por disfrutar y por dejar tu comentario.
Hola Ana
Hermoso relato,muchisimos años atras,una amiga que a veces escribia- muy bien- y jamas publico ,terminaba un cuento y luego de leerlo a sus amigos los destruia, no inmediatamente, pero los terminaba tirando igual que las cartas que le llegaban del exilio,el tema de uno de sus cuentos,hablaba de una mujer toxica mayor, y en una parte decia “vieja mala,higuera maldita y retorcida”y le pregunte por que ese termino tan duro para la higuera y me dijo que en el nuevo uo antiguo testamento maldecian a la higuera como maldita,me ofendi para siempre con los testamentos como fuente de sabiduria,un arbol que crece en las condiciones mas duras,hasta en muros la vi y dando esos frutos que recordemos a las ordenes mendicantes que pedian frutos secos y que entre ellos estaban los higos, llevando en un pequeño espacio calorias,vitaminas y minerales el agua se la provein de las fuentes ( y algun vinito caeria)por ello me ha encantado tu entrada de hoy, pero la puedes podar guiandola en otoño.
un abrazo
P/D Mil viajes. Itaca 2 Ed muy buena
La higuera siempre ha sido árbol de leyendas funestas; si duermes bajo una higuera te vuelves loco, por ejemplo. La gente del campo le atribuía un carácter funesto e incluso diabólico.
Lo que dices de la Biblia, puede ser que según San Marcos, una mañana Jesús salió con sus discípulos y sintió hambre; viendo a lo lejos una higuera, se acercó pero el árbol estaba vacío. Jesús la maldijo diciendo: “¡Que nunca nadie coma frutos de ti!” Y siguió viaje con sus discípulos hacia el Templo de Jerusalén. Al día siguiente, cuando volvió a pasar por el lugar, vieron con asombro cómo la higuera se había secado hasta sus raíces (Mc 11,12-26).
Bueno, no sé cómo lo consiguió. Yo me acuerdo de sus muertos cada mañana, cuando piso los higos, pero ella sigue tan feliz y preciosa.
Un gran abrazo, Antonio
Que bonito Ana ! Naturaleza viva ! Precioso , que crezca y haces mermelada de higos !!!!
Hago mermelada, ensalada, compota y γλυκα του κουταλιου, ese dulce exquisito que sirven los griegos con agua helada. E invito a todo el pueblo a que coja higos. A pesar de ello, produce más frutos de los que todos podemos comer.
Tienes razón, es naturaleza viva y recalcitrante, da gusto de verla sobrevivir a generaciones sin inmutarse. Tú, que eres una gran jardinera, seguro que sabrías podarla para hacerle entrar en razón.
Un abrazo