Ana CAPSIR, Navegando por el cielo. Cuentos de dioses y estrellas, Valencia: Salom
Sabar, 2021. 222 págs.
Ana Capsir, autora de Mil viajes a Ítaca1, vuelve a viajar, en este caso bajo la
cúpula protectora del cielo nocturno de Grecia. Desde la cuna miramos al techo
–nos recuerda la autora– y nos pasamos parte de nuestra vida (antes más que
ahora) dirigiendo nuestra mirada al techo del mundo, a la bóveda celeste. Ovidio
consideraba (con-siderare en latín significa ‘observar estrellas’, ‘contemplar el
conjunto de los astros brillantes’, sidera; de ahí pasó a significar ‘pensar’, ‘valorar’,
‘reflexionar’), consideraba Ovidio –decíamos– que el hecho de poder alzar la
vista al cielo se revela como una marca diferencial entre los animales y el hombre,
aspecto que supone para este un timbre de nobleza que engalana su condición.
Y, en cierta medida, también para algunos de aquellos: “estrellera”, se nos dice
en El tesoro de la lengua de Covarrubias, de 1611, es «la bestia que levanta mucho
la cabeza, que parece mirar las estrellas».
Todos nos hemos sobrecogido alguna vez ante el espectáculo celeste, el
llamado “firmamento”, palabra un tanto paradójica, porque no hay nada más
mutable que el espacio estelar, como nos recuerda Ana: las fases de la luna, los
planetas (que en griego quieren decir ‘astros errantes’), las estrellas fugaces, etc.
Pero, al mismo tiempo, el cielo se renueva cada día igual a sí mismo. ¡Qué
apropiado en este sentido que se nos recuerde en el libro el lema de Bernoulli,
que duerme en la catedral de Basilea: eadem mutata resurgo que, si lo aplicáramos
al cielo, podíamos traducir así: “Vuelvo a nacer renovado y el mismo”!
No deja de asombrarnos y reconfortarnos el considerar que contemplamos
las mismas estrellas y movimientos que vio el hombre del paleolítico, un hecho
que asombrosamente nos une a él. Porque los humanos se han sentido siempre
arrebatados por la fascinación y el temor que exhibe la bóveda celeste desde la
noche de los tiempos, razón por la que los hombres han querido conquistar este
espacio infinito trazando figuras que domestiquen, que hagan habitables, los
bellos y terribles jeroglíficos luminosos. La “colonización del cielo” per se es, sin
duda, anterior al estudio de los astros en busca de una utilidad, aunque los astros
hayan acompañado también, desde muy antiguo, a afanados labradores,
humildes pastores u osados marineros –la autora de este libro es una navegante–
y han ayudado a los habitantes de la tierra y del mar a que puedan seguir
sintiendo las mismas vivencias que Ulises: compañía y ayuda en la navegación.
Los caminos de las estrellas, además –ha dejado dicho el poeta Celso Emilio
Ferreiro–, pueden recorrerse también «con los ojos encendidos / en la tibia
embriaguez de las fábulas». Y así, el cielo ha inspirado siempre a los poetas y ha
alumbrado leyendas, ya sea subidas desde la tierra, ya sean inspiradas en el cielo
para acabar bajando después a la tierra y dialogar y acompañar al ser humano.
Según una anécdota de la Antigüedad, Tales de Mileto, embebido en la
contemplación de las estrellas (he aquí otra etimología celeste: “contemplar”
significa ‘formar un templum’; procedente de la raíz *tem, ‘cortar’, ‘delimitar’, trata
de acotar un espacio prevalente, una figura determinada –un templo– en el
océano de las luminarias sagradas), Tales, decíamos, contemplando las estrellas
cayó a un pozo, motivo de burla para una esclava frigia que lo vio. Pero el mismo
nombre de Tales nos hace saber que no son incompatibles la contemplación de
la belleza y la utilidad caída del cielo. En el libro se desarrollan de manera sencilla
ambos aspectos. Podríamos decir que su libro es un diario de a bordo, entendido
en un doble sentido: un cuaderno de bitácora útil para la navegación y las artes
de marear con ayuda de las estrellas, y el sitio donde se vierten, en permanente
diálogo y compañía, registros muy variados de sus experiencias, inquietudes,
recuerdos, conocimientos e ilusiones. Por ello recrea también antiguas leyendas
recogidas ya por los clásicos, como las de Eratóstenes de Cirene o Arato de
Solos, y así habla del gigante cazador Orión, de la Lira de Orfeo, de la forma de
Casiopea y otras muchas constelaciones, estrellas o planetas. Explica vicisitudes
históricas relacionadas con la historia de la astronomía, como el concepto de
armonía musical de las esferas intuida por Pitágoras, o ahonda en etimologías
como la del nombre de Lucifer o el de las Pléyades, la pequeña constelación que
acompañaba la soledad de la poetisa Safo, una arracimada bandada de aves (en
griego moderno pouliá, ‘avecillas’, y en el antiguo peleïades, ‘palomas’) entrevistas
en el cielo, de manera parecida a la consideración de “Cabrillas” entre nosotros
conforme a nuestra fantasía poética, o reflexiona sobre el nombre de la luna llena
en griego moderno, pansélinos, ‘la totalmente brillante’, o fengári, ‘la que ilumina’.
Como es costumbre en la autora, en su diario navegar se muestra su amor a
Grecia. ¿Qué es el cielo sino un infinito número de islas en el mar de la noche?
Por ello, el libro se llena de luminarias: describe lugares como la Samos
pitagórica, Citno o la isla Elafóniso.
«con su gama de tonos que viran desde el violeta matutino al rojo del
ocaso, pasando por todas las gamas de castaños y pardos a lo largo del día. Las
matas y la broza, abrasadas por el sol veraniego, espinosas y desnudas como
sigilosas estantiguas que dan sombras filiformes, imposibles hasta para los
lagartos» (pág. 121),
Revive el puerto de Calamata amenazado de tormenta, la extraña tierra de
Limnares o la pequeña isla de Escorpio (que fue de Onassis, todo un personaje
trágico) o cualquier otro recodo de la Hélade:
«En la playa había un burro marrón, apenas distinguible del paisaje,
dormitaba bajo la sabina de la playa, entrecerrando los ojos y moviendo las orejas
al compás de las palabras de su dueña; en los tres días no le había oído rebuznar.
La paz de la expresión del ama debía de haber contagiado su terco corazón, e
incluso cuando le reñía, por haberse escapado monte arriba, miraba la vara de
castigo con desdén y acudía obediente a su llamada, dejándola subir a su grupa
paciente» (pág. 123).
La autora intenta describir el sabor de la resina o transcribe canciones
griegas. Transmite con pinceladas poéticas su contemplación del cielo y la tierra,
y la manera de ser de los habitantes cuyos corazones copian el tempo de la
mansedumbre de los asnos y las olas:
«Hay una cordialidad innata en estas gentes que viven la belleza mirando al
mar, se les contagia la naturalidad con la que las olas llegan una tras otra frente
a la playa, y quedan impregnados de esa dulzura de no esperar otro regalo mayor
que la vida» (pág. 122),
y lo que es sin duda uno de los regalos de la vida: poder participar de todo aquello
que nace en el cielo.
José R. DEL CANTO NIETO (IES Madina Mayurqa, P. de Mallorca)