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Saltando desde el cabo Dukaton. Artemisia de Caria

Recuerdo la primera vez que visitamos el cabo Dukaton, Lefkada, por tierra. No había ninguna indicación y debías aventurarte por un camino cardado de espinos que dejaba, al paso de las ruedas de la motocicleta, un perfume de aliagas, orégano y hierbaluisa, mezcladas con boñigas de cabras grises y secas. El viento se llevaba nuestros cabellos y nuestras sonrisas, aquel día brillante en el que el Jónico se estiraba y se extendía por el breve intervalo de 3000 años.
Allí, en el extremo de la montaña, después de un viaje fatigoso y lastimero, con nuestros tobillos arañados, nos asomamos al abismo, en aquel lugar donde se elevó algún día el templo de Apolo y el trampolín de amantes desesperados que querían curarse de su pasión no correspondida y borrar el dolor inaguantable del desquerer, brincando sobre los blancos farallones que se esconden entre las espumas de mar durante los temporales.

Al cabo Dukaton se le conoce popularmente como el salto de Safo, porque dicen que fue aquí donde la poetisa de Lesbos acabó con su vida. Pero, curiosamente, también se acercó a estos blancos precipicios otra mujer suicida y extraordinaria: Artemisia de Caria, reina de Halicarnaso y asesora política de Jerjes, además de comandante de sus cinco trirremes en las batallas de Artemisio y Salamina, demostrando un valor y una estrategia superior a la de muchos hombres.

Parece sospechoso que ambas, una en Lesbos y otra en Asia Menor, decidieran cruzar toda Grecia para lanzarse al mar en Lefkada, además de poco probable, como más adelante explicaré. Mas parece un intento de apagar el brillo de estas elegantes figuras que, contra todo pronóstico, resultaron ser mujeres. Por esto, me permito en esta entrada y en la próxima rendir un tributo y deshacer, de alguna manera, el fatídico salto que dicen algunos que dieron tan valerosas personas, para dejarlas, al fin y a la postre sumidas en la vulgaridad de morir por amor, como el esperado fin de cualquier dama, por muy extraordinaria que fuera.

Artemisia era hija de una aristócrata cretense y del rey de Halicarnaso, perteneciente a Caria, una de las satrapías del imperio persa en Asia Menor. Se casó hacia el año 500 a.C. con un hombre del que poco se conoce, del que tuvo un hijo y enviudó después. Hasta la mayoría de edad de su hijo ella misma ostentó el poder y participó activamente en la gestión de su reino, así como en el mando de su flota.

Heródoto deja patente su admiración por esta mujer, poniendo a un lado la implicación de su familia en las conspiraciones para asesinar a su hijo y hacerse con el poder. El mismo Heródoto tuvo que exiliarse de Halicarnaso por los mismos motivos.

Artemisia acudió a la llamada de Jerjes para conquistar Grecia durante las guerras Médicas, aportando 5 trirremes comandadas por ella misma. El valor y la audaz estrategia de Artemisa pronto llamó la atención del Rey Jerjes que la mantuvo a su lado como sabia consejera.

A finales de agosto del año 480 a.C., las tropas del rey Jerjes entraron en Grecia central y se dirigieron a Atenas con la intención de atacarla por sorpresa. Ante la inminente invasión, los atenienses se adelantaron y evacuaron la ciudad. Así que los persas encontraron una Atenas desierta y vacía, apenas defendida por unos cuantos hombres refugiados en la Acrópolis. Los persas permanecieron varios días en Atenas, sin decidir a seguir avanzando hacia el sur, hasta que recibieron un mensaje del general ateniense Temístocles, en el que declaraba su lealtad al Gran Rey, le avisaba de que el grueso de la flota enemiga se concentraba en Salamia  y confesaba que el plan de los griegos era retirarse. Sugirió que atacasen cuanto antes, ya que de este modo lograría la victoria sin apenas encontrar resistencia.

Jerjes decidió reunir a sus comandantes y les pidió consejo sobre la decisión que debía tomar. Todos se mostraron partidarios de presentar batalla naval a los griegos, con la única excepción de la reina Artemisia. Según Heródoto, ella dijo:

Reserva tus naves y no libres un combate naval, pues, por mar, nuestros enemigos son tan superiores a tus tropas como lo son los hombres a las mujeres. Además ¿por qué tienes que correr a toda costa riesgos en enfrentamientos navales? ¿No eres dueño de Atenas, por cuya conquista emprendiste la expedición? ¿No eres dueño, asimismo, del resto de Grecia? Nadie te ofrece resistencia; y quienes lo han hecho han acabado tal y como merecían.

Sabias y prudentes frases  las de la reina de Halicarnaso. Contemplando bien la carta náutica de Salamina se ve claramente que el enclave, repleto de golfos y estrechos,  era una ratonera para la flota de Jerjes y que, si la hubieran sitiado por tierra y por mar la rendición hubiera sido cuestión de tiempo.

La franqueza de las palabras que Heródoto pone en boca de Artemisia suscita entre los persas y sus aliados distintas reacciones. Por una parte, los que simpatizaban con ella:

Se sentían apesadumbrados por sus palabras, en la creencia de que, por orden del monarca, iba a sufrir algún castigo, dado que se oponía a que presentara batalla por mar.

Por otra, los celosos adversarios políticos:

Quienes la detestaban y le tenían envidia, porque, de entre todos los aliados, era una de las personas a las que Jerjes más estimaba, se alegraban de su intervención, seguros de que le costaría la vida.

Jerjes, agradeció el comentario de Artemisa, pero decidió enfrentarse a los griegos y dirigió su flota a Salamina. A pesar de ir en contra de su voluntad, Artemisia combatió ferozmente en la batalla, de tal manera que los griegos pusieron precio a su cabeza: Diez mil dracmas, una cantidad importante y equivalente a un salario de tres años.

En un momento de la batalla, Artemisa, sintiéndose acosada, enarboló el estandarte griego y abatió a una nave aliada persa, hundiéndola, pretendiendo hacer creer a sus perseguidores que se había cambiado de bando. De esa forma pudo el trirreme de Artemisa salvarse de la persecución. Artemisia cambió varias veces de enseña, usando la que más le convenía según el momento y la situación en la que se encontraba.

Cuando Jerjes fue informado del incidente exclamó:

Los hombres se me han vuelto mujeres; y las mujeres, hombres.

Como los temores de Artemisia se hicieron realidad, una aplastante victoria militar griega en la batalla de Salamina, Jerjes decidió pedirle consejo por segunda vez, dado que anteriormente había sido, sin lugar a dudas, la única en intuir la estrategia más prudente.

Cuando la Tirana de Halicarnaso llegó a la tienda del rey persa, ésta le dijo, según Heródoto, lo siguiente:

Debes regresar a tu patria y dejar aquí a Mardonio, si quiere hacerlo y se compromete a cumplir lo que ha dicho, con los soldados que desea. Pues, ante todo, si logra someter lo que, según él, pretende subyugar y le sale bien el plan del que habla, el éxito, señor, te pertenece a tí, ya que lo habrán conseguido tus esclavos. Pero, además, es que, si sucede lo contrario de lo que piensa Mardonio, no será ninguna catástrofe, dado que tú estarás a salvo, al igual que lo estará todo lo relativo a tu dinastía. De hecho, si tanto tú como tu dinastía os encontráis a salvo, los griegos deberán arrastrar muchas campañas para salvarse. Y, en cuanto a Mardonio, de pasarle algo, carece de importancia: si los griegos lo vencen, su victoria será intrascendente, porque habrán matado a un esclavo tuyo. Por otra parte, tú te vas a marchar después de haber incendiado Atenas que era el objetivo por el que organizaste la expedición.

El rey esta vez le hizo caso y permitió que Artemisia volviera a su reino, acompañada por los propios hijos bastardos de Jerjes que habían participado en la batalla, como prueba de su confianza. A partir de este punto, poco se sabe de su vida en Halicarnaso, excepto que su hijo llegó a gobernar felizmente.

Cuenta los historiadores que muchos años después Artemisia se enamoró del joven Dárdano de Abidos, como éste no la correspondía le mandó sacar los ojos. Acosada por los remordimientos y el dolor viajó hasta Lefkada y se suicidó en el cabo Dukaton.

Triste final de mujer rabiosa y desolada que no concuerda con la Artemisia que Heródoto nos ha retratado con admiración: una gobernanta de carácter muy fuerte, valiente, luchadora, guerrera, carente de escrúpulos y para quien el fin justificaba todos los medios.

La conducta de la tirana Artemisa debió sorprender a los atenienses de la época, acostumbrados al papel secundario de sus mujeres. Y así lo plasmó Aristófanes en su comedia Lisistrata; cuando las mujeres griegas se declaran en huelga sexual y deciden hacer dejación de sus deberes domésticos hasta que se declare la paz entre atenienses y espartanos. En un momento determinado, un personaje masculino, enfadado con su esposa exclama:

…Llegarán a mandar construir naves e intentarán incluso hacer una batalla naval y navegar contra nosotros, como Artemisia

Artemisia, admirada, temida y envidiada, tanto, tanto que dice Pausanias que los espartanos mandaron construir una estatua suya en la ciudad, intentando concentrar en ella todo el odio y la furia.

Resulta un tanto absurdo pensar que la tirana de Halicarnaso, para suicidarse tuviera que ir a la isla de Lefkada, al otro lado de Grecia, en el mar Jónico. Los atenienses habían puesto precio a su cabeza y un viaje con barco implicaba atravesar el Diolkos de Corinto, pasando cerca de Sunio y Atenas, o bien rodear el Tenaros, por el sur del Peloponeso, tierra espartana. No es probable que hubiera llegado viva y si lo hubiera hecho, la idea del suicidio ya debía ser secundaria.

Allí está el imponente y blanco cabo Dukaton para recordarla. O más bien olvidarla, porque los que se acercaban a este blanco precipicio lo hacían para borrar, amores y amantes. Si sobrevivían, se deshacían en el salto de todas las desdichas y sufrimientos. Si no lo conseguían, también. Las victimas hacían promesas y donaban ofrendas a los sacerdotes del templo. Los pescadores y buscavidas sacaban del mar los despojos y pertenencias, cobrándoles un buen dinero si respiraba todavía. El rescatado pagaba gustoso, atontado por el vacío y el porrazo; no muy consciente de seguir en el reino de los vivos.

En el fondo nada importa si Artemisia fue fiera, dura, sanguinaria y oportunista, o si sus detractores cambiaron la historia a su antojo; sin amor no se puede nada, ni siquiera morir.

Καίγομαι και σιγολιώνω
και για σένα μαραζώνω
αχ, τι καημός

Μίλησέ μου μίλησέ μου
δυο λογάκια χάρισέ μου
αχ, ο φτωχός

Σ’ αγαπώ σ’ αγαπώ
ως κανένας άλλος
στην καρδιά μου ρίζωσε
έρωτας μεγάλος

Τι να κάνω τι να κάνω
αχ ο μαύρος θα πεθάνω
αχ, τι καημός

Μίλησέ μου μίλησέ μου
δε σε φίλησα ποτέ μου
αχ, ο φτωχός

Σ’ αγαπώ σ’ αγαπώ
ως κανένας άλλος
στην καρδιά μου ρίζωσε
έρωτας μεγάλος

Μίλησέ μου μίλησέ μου
δε σε φίλησα ποτέ μου
αχ, τι καημός

Me quemo y me derrito
y por ti me marchito
Aj, qué pena

Háblame, háblame
regálame dos palabritas
Aj, pobre.

Te amo, te amo
como a nadie
en mi corazón enraizó
un gran amor.

Qué hago, qué hago
de tristeza moriré
Aj, que pena

Háblame, háblame
nunca te besé
Aj, que pena

Te amo, te amo
como a nadie
en mi corazón enraizó
un gran amor.

Háblame, háblame
nunca te besé
Aj, que pena

4 comentarios en «Saltando desde el cabo Dukaton. Artemisia de Caria»

  1. Anuska, menuda Artemisa, no sabia que estuvo implicada en la batalla de Salamina. Una pregunta; este Jerjes es el mismo que el de las Termópilas? Debía de ser una risas cuando, el tal Jerjes, a sus asesores, les dijera: qué os parece si nos vamos a darle Matarile a los griegos otra vez ? No sé si les serviría la respuesta de Artemisa, de que si perdía, quien perdía eran los esclavos… si la macarrada de película de 300 tiene razón, en el bando de los persas también murió hasta el apuntador, “barato” en mano de obra de salida Jerjes… seguro que todos ejército era de autónomos.
    Y respecto a tu teoría sobre el suicidio en el cabo Dukaton, a saber si en aquella época se había puesto de moda saltar de semejante sitio. Las modas son muy malas, bien lo sabes tú. Acuérdate de el look de los 80…

    Un beso muy gordo
    Viriato

  2. Como ves, la dama, era de armas tomar. No está muy claro si era mejor ser su amiga o su enemiga, porque la chica no tenia escrúpulos en hundir a un barco amigo para salvar el pellejo.
    Yo creo, mas bien, que a toda mujer sobresaliente se la tachaba de prostituta, hetaira, lesbiana, loca o se la suicidaba por el cabo Dukaton. ¿Ves? Al final murió de amores, como una tonta. Ya te lo decía yo, no era tan lista como parecía.

    Un apretujon

  3. Hola Ana:
    De mañana, en este día festivo galaico, me llevas a Salamina, a Jerjes, a Artemisia. La aventura de los tiempos, hermosa aventura, a veces me parece tan viva…
    Como siempre un encanto leerte y poder volver a esas historias que nos hacen revivir.
    En unas semanas por ahí andaremos, algo lejos de Dukaton pero muy cerca de la misma nota musical que ambos tocamos.

    Unha forte aperta e moita felicitade!

  4. Hola Mario:
    Me hizo gracia que al lado de mi casa, en el Dukaton, se suicidaran dos importantes mujeres de la época clásica; Sapho y Artemisia. Indagando, te das cuenta que fueron dos figuras controvertidas, por hacer cosas que la mayoría de mujeres no hacían. La sociedad ateniense era mucho más restrictiva que la vida en Lesbos o en Asia menor, aunque parezca raro; más al este, cerca de los persas, las mujeres tenían mayor libertad. Así que los historiadores las castigaron suicidandolas por un precipicio ¿ Y por qué? Por amor, para demostrar que eran ten melifluas y tontinas como cualquier mujer corriente.

    Buen viaje y buenas proas nos den los dioses. Hablaremos a la vuelta

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