La expresión latina «horror vacui», horror al vacío, se usa principalmente en la Historia del Arte para hacer referencia a la propensión a rellenar todos los espacios de una obra con cualquier tipo de dibujo o figura secundaria. Es típico del Barroco, pero también de la decoración islámica o cualquier tendencia por el lujo ostentoso. Hoy, cuando se llevan tanto los diseños minimalistas en el arte y la decoración, hay también una cierta preferencia por rellenar los espacios públicos para intentar embellecerlos. Como si no hubiera algo más grato de contemplar que una playa desocupada, compuesta solo de arena y agua, la verdadera serenidad de la naturaleza. Nos emperramos en parcelarlas, por el contrario, llenándolas de juegos infantiles, pasarelas, papeleras, tumbonas, sombrillas y canchas de deportes. Al final, llegas a la costa con ansias de contemplar el mar y te vuelves corriendo a tu desordenada habitación con la intención de fijar tus ojos en una pared blanca para recuperar el aliento y no ver el mundo convertido en un tablero de ajedrez.
Pero mucho más grave me parece el horror al silencio. La incomodidad que nos produce el asumir la verdadera música del universo: la ausencia de sonido. No en vano las películas de miedo, en sus momentos cumbres, cuando el asesino o el monstruo ataca a la víctima, el director suele jugar con el sigilo y el mutismo para causar desazón. El silencio nos atormenta y lo asociamos a los seres inanimados y a la quietud de los cementerios. Creemos que la música, sea cual sea, es nuestra compañera y salvavidas para enfrentarnos a nuestros propios demonios. Pero la música no deseada, es el mas espantoso de los tormentos.
Tras esta pandemia y reclusión, parece que la humanidad se hubiera lanzado al follón y la algarabía como forma de festejar la vida. La bola del mundo, cargada de una energía nuclear incontrolable, ha detonado dejando salir su magma volcánico con el estruendo de su cataclismo, como una autentica feria o exposición internacional del ruido y la música atronadora.
Entraba yo en la desafortunada marina de Valencia el otro día, con alumnos. Y digo desafortunada porque, aquella que fue la antigua dársena del puerto de Valencia, con su escalera real y su torre del reloj, con sus conciertos de bandas bajo la pérgola y sus paseos dominicales en golondrina hasta el faro y la Chitá, fue posteriormente convertida en Marina Copa América, más tarde en Marina del circuito de fórmula 1 y, por último, nombrada Marina Real. Al final fue despojada de todos sus títulos nobiliarios y olvidada. Permanecía vacía y descuidada, entre el óxido al que dejan paso tales eventos, cuando las fanfarrias, los oropeles, los patrocinadores, los políticos y la prensa desaparecen en busca de nuevos intereses.
Hace pocas semanas, había oído al alcalde, en un programa de radio, promocionar el uso de la marina para todos los valencianos y visitantes. Ese espacio que para la ciudad siempre había sido desconocido, o casi. Tenía razón cuando decía que sería un gran reclamo para los barcos de europeos que desearan pasar un tiempo visitando la ciudad. Su situación es privilegiada, frente a la avenida del puerto, al lado de la Malvarrosa y a dos pasos del centro, a donde te puedes trasladar en tranvía. Es el puerto soñado por todos los navegantes que deciden invernar y dejar pasar la temporada del mal tiempo, a la vez que recorren una bonita capital.
Os contaba que entrabamos con el barco de prácticas por el canal, y según nos adentrábamos, nos vimos sumidos en un pandemónium. En un extremo se celebraba un concierto al aire libre. El volumen de los altavoces era tal que se oía la melodiosa voz de la vocalista desde la bocana del puerto, y las gaviotas del faro giraban al compás, sin hacer caso de la sirena espantapájaros que imita el graznido del halcón. Uno de los problemas del ruido y la música es la adaptación para la supervivencia: o te acostumbras o desapareces. Estas gaviotas, tras varias generaciones, tienen el sonido del halcón interiorizado como un silbido natural y no como una amenaza.
Pero según procedíamos en nuestra navegación, buscando un lugar donde practicar maniobras alejado de otros barcos, el jolgorio de músicas de los diferentes bares, que habían proliferado como champiñones, competían en estruendo. Se mezclaban canciones melódicas con chundas y tundas, con chill out acelerados, con tambores cósmicos que hacían vibrar nuestras tripas y con el sempiterno reggaetón del que todo el mundo reniega, pero confiesa bailarlo con gusto los días de juerga. Volví a mirar a las gaviotas danzando su romántico vals con su asesino el halcón.
La multitud se agolpaba en el edificio de Veles e Vents, lanzando alaridos desde sus terrazas, agitando las manos, levantando sus vasos, haciendo volar sus mascarillas y disparando sus cámaras para inmortalizar el apocalipsis. Algunos barcos habían amarrado al pie del edificio. Eran barcos de chárter donde gente guapa lanzaba alaridos desde sus cubiertas, agitaba las manos levantando el vaso, volaba sus mascarillas, disparaba sus cámaras y subía el volumen de su música para poder oírla en medio de todo el tumulto. Los altavoces vibraban y producían el sincrónico retemblar de la jarcia y los mástiles. Sería aconsejable releer la Divina Comedia para buscar una descripción del infierno más cruda que aquel espectáculo.
Las motos de agua salían como moscardones de un puesto de alquiler; pertrechadas, por descontado, de unos potentes mp3 capaces de ser escuchados por encima del ruido del propio artilugio infernal, enemigo de la paz y el descanso, ya sea por tierra, mar o aire.
Llegó una pareja de navegantes, con sus trajes de agua, su barco cargado de vivencias y recuerdos, con sus ganas de ducha, pausa y buena cena. Miraban a babor y estribor, como miraría un pollo sin cabeza, dieron una vuelta de 180º y volvieron a enfrentarse al proceloso mar. Esa noche continuarían con sus guardias. Supongo que, en su discusión sosegada durante la velada, comentarían sobre la ocurrencia del alcalde de publicitar la marina como instalación privilegiada para los navegantes. Y buscarían un punto, en medio del océano, donde dejar derivar su barco, afirmado a su ancla de capa, lejos de cualquier vestigio humano.
Decidimos seguir la estela del despistado e inocente marino y nos fuimos a buscar aguas libres. Sorteamos unos paddle surf que cantaban a coro una canción de Rosalía, una trainera cuya capitana bramaba descompuesta para hacerse obedecer. Y una vez nos sentimos felices e independientes, lejos y a salvo en el mar, con suspiros de alivio entrecortado, apreciamos el rugido de un catamarán en el horizonte. Los barcos, cuando aproximan sus derrotas, van agrandando sus siluetas el uno para el otro, haciéndose familiares, perfilándose con nitidez, de forma que da tiempo a adivinar qué tipo de nave es, amiga o enemiga, rápida o lenta, silencioso velero o agitada motora. En este caso fue el propio ruido el que progresó durante el acercamiento, hasta pasar por nuestro costado con la exhalación de una despedida de soltero vociferante, rugiente, descompuesta por el mar y la bebida y, como no podía ser de otra forma, bailando reggaetón. Y vomitándolo por la borda también.
Aquella noche me fui a casa con una depresión existencial ¿Dónde estaba mi mar de estrellas y olas?,¿la paz y la lentitud del velero?, ¿la independencia y vagabundeo anónimo? ¿la válvula de escape de la vida atosigante? ¿el optimismo que provoca el sueño de alcanzar la libertad? Menos mal que se me ocurrió una idea: qué hacer con las antiguas discotecas y salas de conciertos que ahora permanecen cerradas. Son instalaciones desperdiciadas, con una acústica y una insonorización insuperable. Podríamos dedicarlas a conciertos de silencio. Los amantes de la paz permaneceríamos callados, con los ojos entornados y la cara de deleite del melómano escuchando su compositor favorito: los violines mudos, el piano en total sordina, los tambores que no palpitan, la flauta que no silba, el cantante afónico. El más exquisito y hermoso de los silencios, sin aplausos ni pateos. Nunca antes imaginé que el mundo de los sordos pudiera ser en realidad el paraíso.
¡Sublime! El silencio, medicina para el alma. Lo busco, lo saboreo. Lo añoro, lo adoro.
Sí que es una medicina. Yo siempre me he considerado melómana, pero últimamente no quiero oír ni a mi Divina Callas. Tendré que recuperarme.
Gracias, Marta, por pasar.
Que horror! Valencia desde luego no es una ciudad para los amantes del silencio.
Pon pies en polvorosa para el Jónico y vuelve solo en invierno, a ver si mientras los responsables de la Marina se lo replantean.
Besos
Bueno, en Valencia llevamos 2 años sin Fallas ni petardos. Debe ser eso, que la gente tiene que estallar por algúna costura. Espero que vuelva el sosiego
Sin palabras, me quedo en silencio, para escucharlo.
Eso quisiera yo, que pudieramos deleitarnos y comunicarnos por señas. Sería genial.
Aburrido. Mucho «ruido» y pocas nueces.
Pues la verdad es que no sé que responderte Alberto. No entiendo si te ha resultado aburrida la entrada o el sempiterno ruido que nos acosa. Pero me encanta que nombres esa comedia de Shakespeare para desempalagar de tanto barullo.
Gracias por tu comentario
Completamente de acuerdo, Ana. A mí me molesta y aturde muchísimo. No lo soporto. Cada vez me cuesta más. Ciudades llenas de ruido; tiendas y centros comerciales con música de ambiente y a toda pastilla, etc.
Durante el confinamiento más estricto, de marzo a junio del año pasado, entre tanto sufrimiento, incertidumbre y miedos, valoré como un verdadero regalo el silencio de la ciudad; la ausencia de ruidos; la desaparición de los coches discoteca… y recuperar el trino de los pájaros, el sonido del viento, el silencio absoluto de la noche…
Completamente de acuerdo, Ana. A mí me molesta y aturde muchísimo. No lo soporto. Cada vez me cuesta más. Ciudades llenas de ruido; tiendas y centros comerciales con música de ambiente y a toda pastilla, etc.
Durante el confinamiento más estricto, de marzo a junio del año pasado, entre tanto sufrimiento, incertidumbre y miedos, valoré como un verdadero regalo el silencio de la ciudad; la ausencia de ruidos; la desaparición de los coches discoteca… y recuperar el trino de los pájaros, el sonido del viento, el silencio absoluto de la noche…
Si solo fuer la ciudad, lo sobrellevaríamos, como siempre, pero es que ahora el follón es atronador en las playas, los puertos, el campos. Tengo la sensación de no poderme escapar de él.
Un abrazo, Leticia. Silencioso, claro
Hola Anuska. Se que estáis en capilla. En menos de una semana se te van a llenar los oídos de sonidos, palabras y músicas griegas. Respira hondo, cierra los ojos y sobrevuela por encina del estruendo del puerto de Valencia. Piensa en en lo que te espera. Limpiar la Maga, dar patente, pulir el casco, lijar la hélice, protegerla, envergar velas, llenar depósitos, poner a punto en motor, limpiar las malas hierbas de tu casa, ponerla habitable… y veras como mañana, cuando salgas a navegar con los alumnos, el ruido insoportable del puerto te va a parecer ambrosía.
No me malinterpretes, es todo envidia. Ahora mismo que metía bajo la panza del la Maga, feliz, a rascarle la tripa hasta dejarla como un San Luis. Toda entero.
Buen viaje y el primer vinito ya sabes, a mi salud.
Un millón de besos
Viriato
Muchas gracias, yo también te quiero. Te quiero ver en el varadero pintando el hermoso vientre de La Maga. Lo peor es que el ruido y el reggaeton se extienden como una mancha de aceite por los mares.
Un beso, colega.
Magnífico artículo, gracias.
Afortunadamente, y es uno de sus grandes atractivos, la navegación a vela, cuando te alejas de la costa, nos regala La ausencia de ruido. Sólo el sonido del roce del agua en el casco, el silbido del viento entre la jarcia, el crujido de los motones, el tableteo de la baluma o los ocasionales gualdrapazos de las velas.
Saludos y buenos vientos
Sí, Román, el problema es que cada vez hay que alejarse más. No importa lo remota que sea la isla, siempre habrá un descerebrado buscando un beach bar. Esas dulces velada fondeados mirando a las estrellas ya forman parte del pasado, y eso me da mucha tristeza. Buena proa, navegante
Yo que padezco » misofonía » , el mundo según se ha convertido en una feria interminable no lo soporto.Hasta las conversaciones en los bares, la calle…es de una vulgaridad y falta de respeto típico de una sociedad bárbara.Y hablamos de las. ‘formas» .No digamos del fondo que las sustenta.De la «misofonía» paso a la misantropía .La vida real ha sido sustituida por «gran hermano’ o un reality de TV 5.
Esta pandemia nos está pasando penalizaciones con atraso. No solo fue que nos encerraran (cada vez que pienso que no podíamos salir ni a las terrazas, me parece que eso no ha sucedido nunca), sino que ahora tenemos que hacer una terapia para volver a soportarnos. Lo que es más indignante es que sean las instituciones las que alienten el barullo y la música permanente, yo creo que saben que así pensamos menos y vivimos una superficial vida instagram, de sonrisas ficticias, sin protestar.
Gracias, anónimo.
Pues por aquí en Mallorca ya han empezado los vuelos, los catamaranes con la barra libre de cerveza, las despedidas de solter@s y el balcooning. Hemos estado unos días por Menorca y estaba más tranquila.
Creo que el problema es que nos vamos haciendo mayores y cada vez hay más “ hombre masa”.
Y no les molesta el ruido ni las copas.
Un beso Ana
Ay, se me pasó tu comentario, José, perdona. Creo que muchos empezamos a añorar los toques de queda. Sorprendente. Pero esperemos que pase este sarampión.
Besos también para ti.
Ana
Por eso algunos navegamos lejos de estas aguas, escaparates del destilado perfecto de la estupidez humana
Sí, a veces me dan envidia las serpientes, que son sordas. No tienen que soportar el ruido y viven en su mundo secular y silencioso.
Un abrazo y gracias por pasar, Toni.