Los griegos tienen la particular costumbre de ocupar todas las plazas en un bar. Llega un hombre, saluda con alegre familiaridad a los presentes y se sienta en la esquina opuesta a los demás, en una mesa vacía. Lo cual no quiere decir que desee privacidad, ni que permanezca en silencio; a partir de este momento, se iniciará una conversación en voz alta, a gritos si el discurso lo requiere, cruzada, entre los parroquianos de diferentes rincones; para seguirla tienes que ir moviendo tu cuerpo a una y otra banda, como si fuera un partido de tenis. Da la impresión de que el local está lleno, cuando solo hay cuatro gatos.
De esta manera nos hallábamos repartidos por las mesas, cada una de un linaje o estirpe, y nos sentábamos en curiosas sillas desparejadas, con diferentes colores o materiales, ni un solo juego completo; los cordones sueltos de sus eneas, si las hubiere, salían tiesas por los costados y bailaban con el viento. Un perrillo ladraba a las olas que le salpicaban y las barcas se acunaban acompasadas, proa, popa, babor y estribor, en un zapateo sedante y magnético que te obligaba a cerrar los ojos, manteniendo chispitas de reverberación marina a través de los párpados. Más que una taberna era casi una cantina improvisada en la playa, sin ningún interés por el lujo o la estética; para eso estaban el agua y el cielo, que habrían hecho bello hasta un muladar. Pero estos sitios alegran la vida y uno no tiene más remedio que sentarse a ver pasar la mañana si quiere sacar algo en claro del viaje.
Patmos tiene la peculiaridad de que se aparece mucho antes de que llegues al puerto y desaparece muy lentamente en el horizonte cuando te vas, despidiéndote a lo lejos con el severo monasterio de San Juan, emergiendo sombrío sobre la jora blanca y pulida. Asomando por sus murallas vuelve a refulgir el blanco de su cal interior dando el aspecto de tarta de niños y te deja con ganas de darle unas cuantas cucharadas. La isla es luminosa, pulcra y perfecta, sin el más mínimo borrón que pudiera afear el centro de peregrinación de toda la ortodoxia. La jora es muy exclusiva, constituida por enormes caserones nobles y distinguidos, no por la elemental construcción popular de estos sitios, haciendo sobresaliente su importancia. Uno siente que se encuentra en el mismo centro de Grecia, aunque esté en un extremo del Egeo, frente a Turquía. Por la ondulante carretera, las reatas de autobuses de turistas y peregrinantes hacen cola para aparcar en la sombra e iniciar el ascenso a los santos lugares: el monasterio y la cueva donde escribió San Juan El Apocalipsis. Y más abajo, los cruceros, comienzan su desembarque interminable con lanchas que vienen y van a toda velocidad, dejando el puerto lleno de rayas.
Al monasterio merece la pena subir por sus vistas, aunque las partes más importantes del recinto, como su hermosa biblioteca, están cerradas; supongo que el número de visitas era muy elevado para los valiosos volúmenes y manuscritos que contenía. Realmente, te dejan pasear por pocos sitios y siempre escoltado por filas de monjes y popes venidos de lejanos lugares a contemplar su particular vaticano, dando un aspecto más siniestro, si cabe, a las oscuras capillas. En una de ellas, me vi rodeada por un grupo de religiosos que hablaban en ruso, su altura doblaba la mía y entraron a empujones para arrodillarse y besar cada reliquia, cada icono, cada cruz, cada… ¡Dios mío, una calavera! Eran los restos y cenizas de San Cristodulos, fundador del lugar. Se me erizó el cabello y fui reculando hacia la blancura del patio ante la sesgada mirada penetrante de los pantocrátores y apóstoles del techo que parecían seguirme con sus negras pupilas allá donde iba. Volví a encontrarme a los mismos curas, en la cueva del Apocalipsis; donde San Juan tuvo la revelación y le dictó a su discípulo Prócoro su espeluznante poema. Allí estaban, canturreando Kirie Eleison a las alturas, estirando sus cuellos dentro de sus negras casacas, como avestruces. Menos mal que nada más salir de la cueva te encuentras con el mar para reconfortarte del tenebrismo. Nunca entenderé la utilidad del susto en las religiones, presumo que así intentan captar seguidores, pero yo salí incrédula y escopetada.
La mesa frente al mar, fue un merecido sosiego a tan aterrada excursión. Nos entretuvimos en contar los frenéticos balances de la barquita, arriba y abajo, a un lado y al otro, cuando la dueña del bar, impelida por un indescifrable impulso, salió corriendo hacia la orilla, y se sumergió en el agua, como una tabernera sonámbula; solo cuando ya tenía empapado su vestido, se lo quitó y siguió andando, asomando su cabeza, como Alfonsina. El perro gruñía a las olas que chocaban en las piedras, devolviendo espumarajos. Y algunos hombres pidieron platos de albóndigas como soles, que vencían los tenedores al pincharlas. El camarero sirvió al último cliente, llevaba algo así como un enorme bizcocho que no le cabía en la bandeja y todos volvimos la cabeza. El hombre observó el plato y como el buceador que se zambulle en el agua, se sumergió y comenzó a cortar trozos con la precisión de un cirujano moviendo los carrillos que se ocultaban tras el parapeto de tan alto bollo.
–¿Qué es?- le pregunte, tras varias pasadas inopinadas intentando averiguar de qué iba el manjar.
–Una tortilla de patatas–me respondió sin dejar de deglutir enormes trozos–. Pero es monstruosa.
Los de la mesa de al lado comenzaron a reír, afirmando que realmente era sobrenatural el tamaño. La risa se fue contagiando de mesa en mesa hasta estallar en una tremenda carcajada, cuando otro mostró la talla de su albóndiga, parecía una naranja.
-Monstruosa, monstruosa- repitieron todos, dando tragos de ouzo.
Las risotadas se mantuvieron durante un rato mientras la cabeza de Alfonsina subía y bajaba con las olas; arriba y abajo, a un lado y al otro, con exactamente la misma cadencia que los caiques. Las cosas más simples son, para mi, las autenticas revelaciones.
Hola Ana
Hay placeres que a veces,gentes haylas,que dicen que si se escucha música no se debe leer,toda mi vida leí y estudie con la música de fondo,es verdad que si la música nos gusta podemos desviarnos la atención hacia ella,todo esto viene a cuento por qué cuando leía tu entrada sonaba la Callas con la siciliana,no desvíe la lectura,fue placer total y hasta podía imaginar el olor ya que las imágenes y sensaciones las describes de forma magistral,por qué uno puede tener otra mirada pero contarlo así como lo haces no es sencillo.
Un abrazo ( mientras tanto escucho a Orfea Peridis, la verdad que solo me gusta una de sus canciones).
Hombre, tratandose de la Callas yo lo diría al revés: la lectura puede distraerte de su voz y sería un desperdicio; me alegro de que hayas disfrutado de ambas al mismo tiempo. A mi tampoco me entusiasma Peridis, pero creo que es por su voz.
Un abrazo
Dan ganas de estar ahí
Las tabernas al borde del mar siempre son una atracción, sirvan lo que sirvan.
Un abrazo
Hola Ana, no sabía que Patmos fuera un centro religioso tan importante para los ortodoxos, ni que por allí estuviera la cueva donde a San Juan se le ocurrió lo del Apocalipsis. Por aquí algunos, sin vivir en cuevas, ( aunque debieran ) se pasan el día jugando a lo mismo, o por lo menos intentando que llegue. Me alucina lo de la tortilla de patata, al ser un invento español, no pensé qué se exportara a las tabernas griegas. Mundo globalizado, en nada, te vas a poder tomar unas porristas con un café con leche en cualquier lado.
Un beso muy fuerte a los dos
Viriato
Patmos es como la ciudad del vaticano para los católicos. En cuanto a la tortilla, seguro que no se la copiaron. Yo creo que echar unos huevos sobre patatas fritas se le debió ocurrir ya a Colón cuando descubrió las patatas del nuevo mundo.
Porras no, pero buñuelos sí hacen, les llaman lukumades.
Bicos
Hola Ana , me lo he pasado muy bien leyendote e imaginando la situacion
Yo estuve en Patmos hace bastante tiempo y estoy de acuerdo contigo en que algunos monasterios griegos dan un poco de miedo tan oscuros y tan llenos de iconos y pinturas
Un beso
Mercedes
Hola Mercedes, es una alegría haberte recordado Patmos. Hay monasterios muy alegres y coquetos. De hecho, este de San Juan, desde fuera no tiene ningún toque siniestro. A mi, los iconos bizantinos me desasosiegan , pero a la vez me parecen maravillosos y hasta dignos de devoción para los creyentes.
Un abrazo
De las pocas islas griegas en las que he estado. No me entusiasmó, pero la visita fue fugaz.
Hola, Gullermo. La isla es hermosa, con unas bahías de arena preciosas y merece pasar algunos días en ella. Lo que molesta un poco es el exceso de turismo en la capital. Pero qué le vamos a hacer, es como el vaticano, alguna vez hay que ir a verlo. En Patmos he tenido la sensación de estar en el corazón de Grecia. La ortodoxia es tan importante aquí que creo que no existiría como país si la iglesia no hubiera preservado la lengua , las costumbres, y la herencia bizantina.
Un abrazo